Lo que la rectificación esconde

La Ley 13/2023 trajo una serie de novedades tributarias, la mayoría de ellas para cumplir con obligaciones europeas -DAC 6 y DAC 7-, aprovechando la ocasión para introducir lo que se vendía como un nuevo mecanismo que mejoraría la situación del contribuyente, reduciendo los costes indirectos de la gestión tributaria.

Pero, en la cocina de Tributos (covachuela, según algún catedrático amigo), no dan puntada sin hilo, ni norma sin finalidad espuria, pues lo que en realidad afloraba al ordenamiento tributario era un caballo de troya para reducir de forma drástica los ya cercenados derechos del ciudadano.

Puedo decir que la norma en cuestión supone el mayor retroceso en las garantías y derechos del panorama tributario en los últimos 25 años. Y mira que hemos visto tropelías de todo tipo. Espero, de hecho, que cuando se publique esta tribuna, se haya hecho Justicia respecto de otra -la conversión del derecho a la relación electrónica en una obligación, por arte de birlibirloque- que a día de hoy se encuentra pendiente de resolución casacional.

Concretamente, la reciente ley antes mencionada modifica el artículo 120 de la Ley General Tributaria, pariendo la figura de la autoliquidación rectificativa a devolver, que nace con voluntad imperativa -cuando así lo establezca la normativa reglamentaria de un tributo en concreto- de sustituir los tradicionales escritos de rectificación de autoliquidación y solicitud de devolución de ingresos indebidos, que se suelen utilizar por las personas prudentes y cabales para evitarse multas -o penas de prisión- e iniciar una senda de discusión con Hacienda tras asumir en plazo voluntario un criterio interpretativo de la norma favorable a los intereses del fisco, a la doctrina de Tributos o, simplemente, que posteriormente consideran erróneo o resulta modificado por jurisprudencia ulterior, más favorable a la interpretación del ciudadano.

En otras palabras, la norma pretende eliminar la posibilidad de solicitar una rectificación de autoliquidación a devolver cuando el contribuyente entienda que la presentada -y confeccionada- inicialmente por él mismo, perjudica sus intereses, sustituyendo este método garantista, que alejaba al ciudadano del espectro sancionador, por una casilla señalando que se efectúa una rectificación y se pide una devolución determinada y que, como tal, no dará lugar al comienzo de ningún procedimiento tributario, sino a devoluciones automáticas.

Con ello, se elimina de raíz la posibilidad de evitar sanciones al ciudadano, aplicando primero la interpretación más desfavorable a sus intereses, mermándole claramente las posibilidades de yerro o de actuar de forma prudente y abocándole a jugarse una multa, sí o sí, en caso de tener el arrojo de plantear una rectificación que perjudique a Hacienda.

Este cambio normativo, como ha denunciado la AEDAF en sus observaciones al reglamento que desarrolla esta norma, actualmente en fase de tramitación, supone una vuelta de tuerca en la pérdida de derechos del contribuyente, que no solo pecha con las cargas formales de todo el sistema tributario a través de un régimen generalizado de autoliquidaciones sino que, ahora, no tendrá derecho a equivocarse porque, en tal caso, le devolverán y, seguidamente, si la Administración entiende que caben actuaciones de comprobación, le podrán sancionar.

No está mal pensada la idea, dejando de lado su malicia e inmoralidad. Muerto el perro, se acabó la rabia o, como bien dice un colega magistrado, el mejor remedio para el dolor de cabeza sin ninguna duda es la decapitación.

Haciendo memoria, uno se plantea cómo hemos podido llegar a este sistema fiscal infernal. Primero, se pasó de un sistema de liquidación administrativa a la autoliquidación generalizada, pasándole el testigo del duro e intelectual trabajo de confeccionar las declaraciones tributarias al ciudadano, que asume también las consecuencias sancionadoras de hacerlo mal. Se nos vendió su modernidad y acomodo al entorno europeo, lo cual es falaz porque cuarenta años después de su instauración, en los países más cercanos -y europeos- se continúan liquidando los impuestos por la Administración.

Después, se continúa ese camino de merma garantista obligando al ciudadano a hacer ese trabajo autoliquidativo en la forma en que quiere la Administración, básicamente de forma electrónica, para así agilizar la gestión tributaria interna de Hacienda, liberando ingentes recursos que no han servido para mejorar la vida del ciudadano, desde luego.

Posteriormente, se crea un mecanismo por el cual, si uno tiene que dar un valor a un inmueble para pagar impuestos, se le obliga también a adoptar un valor administrativo, sin dejar de hacer pechar sobre los hombros del ciudadano el procedimiento de gestión y, si pretende discutir la valoración que debe asumir, se le aumentan las cargas al verse obligado a recurrir frente a la autoliquidación que él mismo está obligado a presentar. De locos, vamos: el contribuyente autoliquida, en la forma y con el valor que quiere la Administración. ¿No sería más fácil que, tras estos 360 grados, volviese a ser Hacienda la que liquidase?

Lo último en este patológico devenir es esta autoliquidación rectificativa maligna, que arrincona al contribuyente asustadizo o no asesorado -al ciudadano común, vamos- a asumir las posturas interpretativas de la Administración, por muy en desacuerdo o muy fantasiosas o contrarias a derecho que sean, para evitar ser sancionado, lo que supone una laceración insoportable de su derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

Y, todo ello, en un entorno en el que a pesar de que la pandemia del Covid hace mucho que es Historia incluso en los hospitales, el ciudadano sigue asumiendo lanarmente la cita previa para cualquier trámite administrativo, como si los funcionarios fueran una taifa inaccesible y superior.