José Antonio Carrillo Morente

Un mundo feliz

Hemos asistido como espectadores de un macabro show en prime time al homicidio del ciudadano George Floyd en Minneapolis a manos –o bajo la rodilla- de un (supuesto) servidor público. La espeluznante escena –parece que ya nos vamos acostumbrando a todo- sirvió días más tarde para tomar forma de caricatura en la imagen del propio presidente de ese país, que aplastaba y dejaba sin aliento a uno de sus principales símbolos, la Estatua de la Libertad, icono de la libertad y emancipación frente a la opresión.

Ahora, mientras en esta habitación suena el Heroes de Bowie, la escena no puede ser más elocuente: un gobierno legítimo, como también lo fue el alemán de 1933, aplastando nuestra libertad; aplastando al máximo valor de un pueblo al que aquel habría de servir; aplastando, en (claro ab)uso del poder que el mismo le confirió, a todo un pueblo que, tirado al suelo, va quedándose sin aire mientras intenta decir algo: “I can´t breathe”.

La cosa podría no haber pasado de una alegoría a un triste suceso que ha servido para rememorar tristes experiencias pasadas, como fue la muerte de Martin Luther King -una figura prácticamente desconocida en nuestro país, pero que ha vuelto a recobrar toda su fuerza-, demostrándonos que, aunque hayamos pasado de siglo, quizás, en estos años no se ha avanzado nada, o muy poco, en un mundo en el que muchos tienen como referencia los modelos de los Estados Unidos. Todo ello decae estrepitosamente cuando su más alto mandatario -en teoría, además, el más influyente de este mundo-, en lugar de recriminar lo que pudiera haber sido un deplorable hecho aislado a manos de un incalificable sujeto que ha abusado del poder que le ha sido conferido, ha venido a montar sobre este triste hecho un estado de represión frente a su propio pueblo cuando éste ha salido masivamente a las calles a reprobar, no solo el homicidio practicado, sino la legitimación que desde su gobierno se ha concedido al mismo.

El que un presidente de una nación con la norteamericana diga que en pleno siglo XXI que ahora va a regular los comportamientos policiales estableciendo estándares que permitirán «usar la fuerza, pero con compasión» da imagen de que, hasta ahora, la fuerza se podía usar sin medida alguna (la segunda enmienda constitucional es capital en esto) y que, a partir de ahora, el único límite a ello será “la compasión” que pueda causar quien la sufra. Floyd no mereció compasión.

Desde luego este presidente tiene una idea de estado y pueblo patrimonializado en su persona, peor que si de una de sus empresas se tratase. ¿Les suena? El Napoleón de la novela de Orwell, Rebelión en la granja, no anda muy lejos. ¿Y qué se pensaba este buen señor que iba a suceder tras la muerte de Floyd? ¿Qué no iban a responder su pueblo y el resto de los pueblos del orbe? ¿Qué no iban a salir a las calles? La respuesta de los pueblos se ha escrito en la Historia en base a los excesos, o bien de sus gobernantes, sean del cariz que sean y constituyan una forma de gobierno u otra, o bien de aquellos que han pretendido atentar contra sus miembros. Las revoluciones más importantes de nuestra historia, como la francesa o la rusa, lo demuestran. Amén de otras respuestas espontáneas y públicas ante atropellos incalificables en que el pueblo literalmente reventó hastiado de los excesos intolerables que le impedían permanecer en silencio: asesinatos como el de Olof Palme, Miguel Ángel Blanco y otros muchos son tristes ejemplos de esta realidad.

Lo más traumático realmente, más allá del hecho originario que causa el mal, es la respuesta que puedan ofrecer aquellos a quienes otorgamos nuestra representación y nuestro gobierno. En el caso triste y reciente de Minneapolis, el que el presidente Trump respondiese ante una sociedad indignada como lo hizo, generalizando como salteadores a quienes protestaban, es en verdad frente a lo que protestaba el pueblo americano, cansado de la prolongada complacencia e impunidad frente a un racismo arraigado y muchas veces tolerado, cuando no auspiciado, por un gobierno que se ha demostrado sumamente intolerante y violento.

Que se ampare tan deplorable posición de un gobierno en unos supuestos –y si acaso puntuales asaltos a la propiedad privada- es tanto como negar que se asesinó a Floyd y que lo hizo un agente de policía conscientemente en una situación que no requería violencia alguna; y además lo hizo protegido en su actuación por un compañero que impedía toda intervención de ciudadanos atónitos ante lo que estaba sucediendo. La indefensión de Floyd y sus gritos ahogados suplicando que le perdonasen una vida que se le iba dibujan una escena de normalidad en la actuación de estos agentes que es lo que llena de intranquilidad a todo aquel que recorra la escena una y otra vez.

Es por desgracia el gobierno que tienen hoy los Estados Unidos, pero afortunadamente imágenes como la de policías de Washington inclinando su rodilla frente a manifestantes que le ofrecían su mano, dan pie a pensar que ni el país, ni la sociedad ni las personas que están bajo el gobierno de Trump ni son ni quieren parecerse a éste.

En estos tiempos tan duros, nos vuelven a la mente distopías como las escritas por Huxley, Orwell o Bradbury, entre otros, y que dibujan sociedades en que, bajo el disfraz de la democracia, se oculta una dictadura opresora y severa, represora de toda voz, hablada o escrita, que trate la triste realidad de unos gobernantes que, no sólo no dejan respirar a sus habitantes, sino que ahogan con sus rodillas uniformadas, la asfixia que padece esa sociedad.

Cuando esto sucede así en un país que para muchos es modelo, quizás debiéramos concienciarnos de la suerte de vivir en otras latitudes y en formar parte de una sociedad como la nuestra que, pese a nuestras carencias y nuestro ancestral cainismo, demuestra estar muy por encima de otros modelos que no dejan de ser, en definitiva, un mundo injusto y cruel, un mundo infeliz como el que (d)escribió Huxley.