De comprar coches a comprar kilómetros

Comprar un coche, además de una vivienda en propiedad, era una de las máximas aspiraciones de las familias españolas a partir de los años 60, cuando el 600 empezó a colonizar las vetustas carreteras y se convirtió en el emblema automovilístico de una economía en desarrollo. Una tendencia que a lo largo del tiempo se ha transformado en una aspiración individual. Son muchas las familias que en los últimos años disponen de un coche -o más- para cada uno de sus integrantes mayores de 18 años, la mayoría movidos por diésel o gasolina. Con lo que esto conlleva de emisiones contaminantes y nocivas para el medio ambiente.

Algo que, pese a estar en la agenda de organismos internacionales como la ONU desde el último cuarto del siglo XX -cumbre de Estocolmo de 1972 o cumbre de la Tierra en Brasil en 1992-, no se ha convertido en una preocupación social hasta bien entrado el siglo XXI, y muy especialmente en los últimos años. Prueba de ello es que los planes de la Unión Europea para la recuperación económica tras la crisis provocada por la pandemia del Covid se sustentan en dos pilares, la digitalización y la sostenibilidad, esta última a través del Pacto Verde Europeo, que tiene previsto movilizar nada menos que un billón de euros hasta el año 2030. Y ambos afectan a la industria del automóvil.

La movilidad sostenible es, precisamente, una de las siete líneas de acción del Pacto Verde, un capítulo en el que se pretenden reducir un 90% las emisiones de gases hasta 2050, año en el que la UE aspira a ser climáticamente neutra. Una de las acciones con las que procurará lograrlo es el despliegue de sistemas de transporte público y privado más limpios, más baratos y más sanos. Contempla, además, fomentar un mayor uso del ferrocarril y las vías fluviales para trasladar mercancías en detrimento del uso de carreteras y aviones.

No obstante, la pandemia ha significado también un cierto retroceso en lo que se refiere al fomento de una movilidad más sostenible. El miedo al contagio ha provocado un incremento del uso del vehículo privado -que todavía usa mayoritariamente combustibles fósiles- en detrimento del público, que desde hace años se intenta potenciar por las distintas administraciones para disminuir los índices de contaminación. Es más, en estos momentos, existe la idea generalizada de que se debe evitar el transporte público para protegerse del virus. Lo que se desconoce es si esa tendencia se va a mantener mucho tiempo o no una vez que se universalicen las vacunas y la mayor parte de la población esté inmunizada.

Pero si hay algo de lo que nadie duda es de que la movilidad del futuro debe ser más sostenible, mediante el fomento de medios de transporte que utilicen energías limpias; más segura e inteligente, a través de la digitalización y la inteligencia artificial, y más eficiente, es decir, que se adapte a las necesidades de cada individuo en cada momento, ya que, al fin y al cabo, las personas son -o deben ser- el centro de toda actuación.

Para conseguir esa movilidad sostenible, inteligente y eficiente será necesaria la colaboración de las administraciones locales, regionales y autonómicas y el sector privado. Las primeras tendrán que adaptar las ciudades y las leyes a las nuevas necesidades de los ciudadanos, mientras que las empresas serán las encargadas de crear nuevos medios de transporte movidos por energías limpias y de su implementación.

El objetivo es conseguir un transporte, tanto colectivo como individual, que al cliente le genere una experiencia positiva, es decir, que, además de seguro -un concepto que cobra, si cabe, mayor importancia por la pandemia-, sea para él cómodo, accesible y económico. Lo cual, a veces, requerirá de la combinación de diferentes medios, complementarios unos de otros, para llegar al destino elegido, pues, salvo que pueda trasladarse caminando, siempre necesitará un vehículo. Esto exigirá la creación de sistemas a demanda para complementar al transporte público ya existente, especialmente necesario tanto en las zonas de las grandes ciudades peor comunicadas como -por qué no- en zonas rurales. La utilización de las nuevas tecnologías, que permitirán un mejor aprovechamiento y optimización de los datos, será fundamental para conseguirlo.

Gracias a la tecnología, se podrán generalizar los vehículos autónomos, que puedan estar conectados tanto con los usuarios como con infraestructuras inteligentes, que serán básicas para conseguir lo que se ha dado en llamar la Smartmobility o movilidad inteligente. De esta manera, se podrán prever las necesidades de unos ciudadanos cada vez más exigentes y menos fieles a una única forma de transporte, así como evitar atascos, retrasos y ofrecer fiabilidad. Será necesario tener una visión 360 de todo lo relacionado con la movilidad. Un ejemplo de ello son los servicios de movilidad compartida bajo demanda de vehículos autónomos conectados con el entorno y con el resto de vehículos a través de una aplicación móvil. Se trata de proyectos todavía en pruebas, pero que, probablemente, se hagan realidad en un futuro no muy lejano.

De hecho, tanto el sector público como el privado deberán realizar un esfuerzo importante para fomentar la investigación en nuevas tecnologías, y, principalmente, en los sistemas de seguridad activa para estos vehículos de conducción autónoma, uno de los principales escollos que tienen actualmente. Sería conveniente que los centros de producción se vean complementados con centros tecnológicos, que, por otra parte, serán activadores de empleos altamente cualificados.

Se puede decir que, sin apenas darnos cuenta, en estos momentos estamos viviendo el inicio de una auténtica revolución de la movilidad. El modelo de venta de coches está cambiando. Se está implantando, por ejemplo, el renting a corto plazo y otras modalidades que ponen a disposición de los ciudadanos vehículos en base a servicio y no a la venta del producto acabado en propiedad. Quizás, en un futuro no muy lejano, los ciudadanos pasemos de comprar coches a comprar kilómetros.