Jóvenes y seguros

Decía la novelista Le Guin que “No hay respuestas correctas a preguntas equivocadas”. A estas alturas del cuento estoy completamente convencido de que estaba en lo cierto.

Si entendemos que la contratación de un seguro es la respuesta a una pregunta, la de “¿qué seguridad obtengo para estos riesgos a cambio de mi dinero?”, resulta fácil comprender que no cabe esperar que la “solución” funcione si no nos hicieron las preguntas correctas y tampoco si contestamos cualquier cosa desconectada de la realidad. ¿Y si ni siquiera hay preguntas y respuestas?

De esta reflexión que acabo de hacerte surgen, me temo, la mayoría de las malas experiencias que tiene la gente -sean consumidores o empresas- con sus seguros si pensamos en las contrataciones que se hacen de buena fe y libremente. Dejo aparte aquellos contratos en los que media la coacción (“Si no haces el seguro no te doy el préstamo”, por ejemplo) u otras prácticas abusivas.

Para hacer preguntas hay que conocer la materia acerca de la que se pregunta o desconocerla totalmente. El profesional conoce, por ejemplo, los riesgos que tiene un hogar y hace preguntas para identificar si estos están o no presentes en el caso concreto que le ocupa.

Si el profesional es un corredor, ello le permitirá enfocar la contratación hacia aquella solución que más encaje con el perfil y las necesidades del cliente. Si es un agente, le permitirá decidir si propone su producto al cliente o si debe recomendarle que contrate en otro lado ya que su seguro no es el adecuado (eso solo ocurrirá si el agente cuenta con una robusta ética profesional). Quien ignora, pregunta para conocer, pero puede ser muy bien que pregunte sin sentido. Por ello estaremos ante lo que describía Le Guin si un ignorante con iniciativa se permite intentar proponerle seguros a alguien haciendo preguntas que no llevan a ningún lado.

Asimismo, el asegurado poco puede esperar de un seguro si -cuando fue preguntado- respondió lo que le vino en gana, ocultó información o la amañó para que el seguro colara, sin saber que -tarde o temprano- esas falsas declaraciones o las reservas que mantuvo se volverán en su contra y, muy probablemente, acaben reduciendo a humo sus expectativas.

Es habitual que en lugar de aprender del error acabe ese mal asegurado despotricando de su seguro e informando a unos y otros que le han timado. Todo sea antes de entender, aceptar y aprender que lo que se construye sobre la mentira tiene una frágil estructura condenada al fracaso.

Luego tenemos a quienes gustan de contratar sin preguntas, sin respuestas. Esfuerzo mínimo y aparentemente rentable, desde luego. Solo que es imposible sin preguntar acertar en la oferta, sea en seguros, en calzado, en la consulta médica o en la agencia de viajes del mismo modo que es imposible resolver nada a satisfacción -en cualquiera de esos escenarios- sin responder.

No hay seguro a dos clics ni en pantalla de móvil que pueda adaptarse a necesidades particulares, del mismo modo que es imposible que entendamos y compremos de forma inteligente nada que ni nos explican ni nos tomamos la molestia de conocer.

En estos días se ha hablado mucho y mal de los jóvenes. Que si no prestan atención a nada que no sea una pantalla, que si no saben comunicarse, que si no saben moverse por la vida con ciertas garantías de resultados, etc. Circulan los enunciados, claro está, pero no circula la pregunta clave y es ¿acaso no son el resultado de la escasa dedicación o el abandono a su suerte por parte de quienes tenían la responsabilidad de hacerlos capaces? ¿Acaso no somos nosotros, la generación que suponemos “con valores” quienes los hemos dejado a los pies de los caballos mientras moríamos de éxito volcando horas de leal trabajo y desleal abandono doméstico?

Nos quejamos, los boomers, de que no leen. ¿Pero acaso podemos afirmar que nos leímos esas hipotecas que desde hace décadas nos pasan factura? Y ¿Acaso nos leemos los contratos de las eléctricas, de las aseguradoras o de trabajo? ¿Por qué les achacamos falta de espíritu crítico si nosotros hemos sido carne de cañón para el abusón de turno por pura desidia, por generaciones?

No estoy de acuerdo con esos comentarios que generalizan a las personas marcándolas con una etiqueta que las define sin ambages. Hay jóvenes que, efectivamente, están atontados o embelesados, que no se enteran y van por la vida cual borregos con la yugular expuesta. ¡Los hubo siempre! Son y fueron víctimas de una deficiente dedicación por parte de la sociedad, un concepto en el que se integra la familia.

Pero hay otros muy capaces, preparados -de un modo muy distinto al de la era analógica- y con unos niveles muy destacados de criticismo que les permite dudar y evitar las verdades inmutables, los clichés, las etiquetas, los sesgos y los anclajes. Esos jóvenes deben saber que si no leen los contratos van a ser víctimas fáciles del abuso, un abuso que se va a multiplicar en número y en velocidad gracias a la tecnología, por lo que habrá que estar más en guardia.

Si leen los contratos, puede que los entiendan o puede que no. O puede ser que duden acerca de si lo que entendieron es correcto. Para ellos, los que dudan, surgirán preguntas que requerirán respuestas. A su vez, deberán ser objeto de preguntas y deberán responder correctamente.

Es por ello por lo que estoy esperanzado con estos jóvenes: van a necesitar de quien sepa preguntar y responder con seguridad y con inteligencia y eso, de momento, es de lo que va mi profesión en el mundo del seguro.