Apología de la queja

Quéjese de las expectativas que no se cumplen, de los pasajes que no pudo usar este verano, de los kilómetros que se quedaron aparcados en el garaje. Quéjese de las cuentas y los cuentos. Rebélese contra la impasibilidad. Quéjese, que eso es bueno

No me puedo quejar”, es trending topic en las conversaciones de esta semana. Y, sabe qué, quejarse es el primer y último gesto anti resignación. Quejarse es dignificar lo que nos gusta, darle valor a lo que queremos. Lo entiendo. Es posible que siempre haya margen para caer más, para más mal gusto, para más dolor. Puede que sus first world problems sean insignificantes para otros. Pero para usted no. No importa de qué lado de la realidad se encuentre, siempre habrá alguien que lo esté pasando peor. ¿Eso invalida cómo se siente? No.

¿Para qué negarnos el derecho a reconocer que no estamos bien, que somos un poco infelices, que no llegamos a fin de mes? Tenemos derecho a quejarnos. A lo que no tenemos derecho es a olvidarnos de lo que nos gusta o, de lo que creemos que nos hace sentir bien.

Usted ¿qué hace con la bronca acumulada? ¿Qué hace con las ideas frustradas, los malditos atascos, las discusiones absurdas, el mal servicio, la doble facturación? ¿Qué hace con la traición?

Ahora bien, cuando el quejarse ya se vuelve automático, repetitivo, ahí sí es para revisarlo. La queja compulsiva esconde la culpa agonizante que avergüenza tanto que tenemos que desparramarla a los demás. Una especie de caja de Pandora verbal dispuesta a manchar con su mala onda a cualquiera que se cruce. Y no, caballero, señora. Que cada uno limpie sus propias culpas. Y si necesita ayuda, pídala a los profesionales, que para eso están.

Pero la queja casual, la bronca, la fatiga por remar en aguas espesas... la queja de quien se angustia haciendo cuentas, de quien ve cómo se evaporan los sueños, se diluyen las esperanzas y se machaca su alegría. Esa queja, que salga.

Acostumbrarse a lo que no nos gusta nos lastima, nos confunde... eso sí es malo. Eso corroe. La queja es el acto de rebeldía que siempre nos queda. Es el “hasta aquí”, que marca el inicio de lo próximo mejor.

La queja es dar a conocer un problema, es no resignarse a lo que toca, a lo que viene. Quejarse es no aguantarse las manos atadas.

La queja es la dosificación de la rabia contenida. La queja alivia la olla a presión del enfado acumulado. Y mire que soy amiga de la ira, que es mi mejor termómetro para saber qué me molesta o no me gusta.

Quejarnos nos devuelve la cordura, el alma al cuerpo.

Llenemos de quejas las hojas en blanco, los lienzos vacíos, los rings de box. Llenemos de quejas los confesionarios y los anotadores. Transforme la ira en entendimiento, en queja artística. Llore a colores, patalee a pinceles, grite en canciones o en una sesión de crossfit. Pero quéjese.