Malrollistas por defecto

Lo malo que nos pasa se arraiga en el cuerpo, en la memoria, en los pensamientos, como un pulpo con ventosas infalibles. Lo bueno, apenas nos dura unos minutos. ¿Estamos destinados a ser ‘malrollistas’? ¿Somos ‘Drama Queens’ desde la cuna? En realidad, no. Bueno, un poco sí

Una cosa es la función de nuestro cerebro y, otra, el buenrollismo ilustrado en el que pretendemos vivir. Que nos hemos tragado los miles de discursos sobre ser positivos y ver el lado bueno de la vida. ¡Pero usted se siente mal! “No importa, ignórese” parece que dijeran algunos gurús de lo positivo.

Hace poco me topé con una legión de adictos al mindfulness. Se pasaban recetas de cómo mejorar la vida y se llenaban de libros que no daban abasto a leer, con tal de encontrar el santo grial que acomodara sus vidas. Raro. Paradójicamente, casi todos eran infelices. Eso sí, muy conscientes de todas las frases que había que resaltar en un libro.

La realidad es que contamos con un sesgo negativo. Una tendencia natural de regodearnos en aquello no tan bueno que vivimos. Pero ojo, no es que seamos depresivos por naturaleza. Darle la vuelta a “lo malo” es cuestión de supervivencia.

Y es que por muy digitalizados que seamos, nuestros hardware y software aún siguen combatiendo al león. Su misión sigue siendo mantenernos a salvo. Así que si vive algo “malo”, el cerebro tiene que procesar esa información. Tiene que aprender para que no le pase dos veces. “El que se quema con leche, ve una vaca y llora”, dice el refranero popular. Y es que si ha sufrido, que sirva para que no le pase otra vez.

Lo malo de todo esto es que se puede convertir en un círculo vicioso. Es decir, sentir las lucubraciones incesantes y negativas de la cabeza todo el (maldito) tiempo.

Chao, ‘Drama Queen’ vital

Si siente que todo está mal, apunte aquellas cosas que suceden en su día y que le alegran o, por lo menos, no le amargan. Le ayudará a entender que hay vida más allá del enroscamiento.

Cuando el lodo se hace muy espeso y el cuello está a punto de hundirse, déle vacaciones momentáneas al mal rollo. Céntrese en su respiración, en los sonidos, distinga cuántos pájaros cantan por la ventana, trate de sentir cómo suena ese violín o cómo crea esa atmósfera aquel violonchelo.

Esto hace que el cerebro se centre en eso y acalle —por un rato—el murmullo constante, cansino y abrumador que tiene dentro.

Visualice salidas. Hágase la imagen mental de cómo podría escapar de ese espacio oscuro donde se encuentra. Aunque no lo crea, funciona como entrenamiento virtual del cerebro.

Por supuesto, todo este malrollismo innato se va de las manos y con frecuencia. Nos sumimos en temporadas oscuras de descenso a los propios infiernos y no podemos salir de allí. Ahí es el momento de acudir a quien realmente sabe cómo, en su caso particular, se puede salir del pozo. Porque si le duele la cabeza, va al médico. ¿Y si le duele la vida? Pues eso.