2020, el año del estrés

Ya antes de la pandemia, vivíamos una situación de estrés sin precedentes. Las enfermedades relacionadas con la salud mental eran la principal causa de absentismo laboral en los países desarrollados. El burnout, o síndrome del trabajador/a quemado/a, era foco de atención al ser reconocido como enfermedad profesional y cuestiones como la depresión o ansiedad estaban presentes de forma transversal en la sociedad, incluso entre las personas más jóvenes. Ahora, con un grado de incertidumbre muy superior, nos enfrentamos a un reto todavía mayor en el cuidado de nuestra salud emocional y la de las personas que trabajan en nuestras organizaciones.

El primer punto a abordar es que la salud emocional, la salud física y el desempeño son cuestiones estrechamente ligadas. Hace ya más de 100 años que dos investigadores, Yerks y Dodson, desarrollaron un modelo en el que medían la relación entre el estrés y el desempeño. La relación entre ambos, se refleja en una curva con forma de campana de Gauss. Niveles muy bajos de tensión o muy altos, disminuyen el desempeño. Es decir, a partir de cierto punto de estrés, nuestra productividad comienza a caer en picado hasta llegar al burnout donde, además de otros síntomas, aparece un bloqueo total para afrontar de forma eficaz cualquier reto.

El segundo punto es que el estrés es un sistema de alarma que se pone en marcha ante la percepción de una amenaza y está ligado a dos emociones muy potentes y difíciles de gestionar: el miedo y la rabia. Cuando aparece la amenaza, se pone en marcha una movilización inmediata de la glucosa de las células y los órganos en los que se almacena, hacia los músculos implicados en salvarnos de la situación. Aumenta el ritmo cardíaco y la presión sanguínea, para transportar los nutrientes con mayor rapidez. El cuerpo paraliza los procesos innecesarios en ese momento crítico, como el proceso digestivo, se inhibe el crecimiento, la actividad reproductora y la actividad del sistema inmunitario. La atención se cierra, focalizándose en el origen de la amenaza.

Es un sistema de emergencia que, en nuestros tiempos neandertales, se activaba cuando aparecía un oso y se desactivaba para volver al equilibrio una vez que lográbamos escapar. Sin embargo, en la actualidad, no nos enfrentamos habitualmente a peligros físicos.

El mismo sistema se pone en marcha ante el pensamiento de que no voy a llegar a cumplir un plazo de entrega, la incertidumbre sobre la capacidad de pago de la hipoteca, el problema con un compañero de trabajo, etc. porque no distingue una amenaza física de una psicológica. Son situaciones que percibimos como amenazantes y que además, puede que no desaparezcan tan rápidamente como el peligro de ser comida de oso. Pueden durar semanas, meses o años, impidiéndonos volver al equilibrio y, por tanto, nos mantienen en ese estado de emergencia de forma prolongada llevándonos al agotamiento y a la enfermedad, que es la situación exacta a la que nos enfrentamos a causa de la pandemia.

En tercer lugar, al ser una percepción, la causa que desencadena el estrés es diferente para cada persona. En una misma situación, dos personas pueden percibir una demanda como un reto o como una amenaza. Una de ellas, puede percibir que cuenta con los suficientes recursos físicos, psicológicos y sociales para afrontarla y otra persona percibe lo contrario, que el reto supera sus recursos.

La clave, como organización preocupada por cuidar de la salud emocional de sus equipos, está en proporcionarles los recursos suficientes para afrontar los retos que se les proponen. Y, ¿cuáles son esos recursos? En general, autonomía y comunicación basadas en la confianza, apoyo social, reconocimiento por parte del liderazgo, cultura de colaboración, oportunidades de aprendizaje y las competencias personales. Dentro de las competencias personales, tradicionalmente, las organizaciones nos hemos preocupado de reforzar las relacionadas directamente con el aspecto técnico de la tarea. Sin embargo, las llamadas competencias blandas, son las que nos van a servir para dotar a nuestros equipos de “armamento” suficiente para adaptarse y desenvolverse en la vulnerabilidad.

Un ejemplo claro nos lo da el comportamiento de las organizaciones, cuando en el mes de marzo se produjo el primer confinamiento. Casi todas las empresas buscaron con celeridad, soluciones para adaptarse a la nueva situación y resolver las demandas técnicas del teletrabajo: equipos o software nuevos, formación digital, protección ante un ciberataque... Sin embargo, no se abordó tan claramente cómo iba a afectar a los equipos el distanciamiento social y qué medidas se tomarían para ayudarles a afrontar los posibles riesgos. Riesgos con una alta probabilidad de convertirse en realidad ya que somos seres relacionales y perder esa conexión nos estresa. Además, en las reuniones digitales es imposible conectar de la misma manera.

En una reciente encuesta realizada por la empresa Oracle, a un 14% de los encuestados le pesaba la soledad, un 25% sufría de depresión por la falta de socialización, el 40% tenía dificultades para dormir... De una u otra manera, aproximadamente el 78%, de los/as 10.000 trabajadores encuestados, respondía que la pandemia había afectado negativamente a su salud emocional. Asimismo, el 68% consideraba que su compañía no hacía lo suficiente para apoyarles a nivel emocional.

Somos personas, seres emocionales y las emociones influyen en nuestros procesos mentales, en la toma de decisiones, en todas las dimensiones de nuestro comportamiento y en nuestra salud. Seamos o no conscientes de ello. Los cambios, provocados por esta pandemia o por la tecnología o la globalización, no son un hito, son una constante. La gran cuestión que se nos plantea es la que propone el filósofo Yuval Noah Harari, un dataísta -persona defensora de la validez del big data a ultranza- reconocido: “¿Tenemos la estabilidad mental y la inteligencia emocional suficientes para reinventarnos repetidamente?”