¿Quién no quiere hacer del mundo un lugar mejor?

Llevamos varias décadas escuchando sobre la falta de empatía del capitalismo y cómo las empresas prosperan a costa del bien común. Cuando los profesores de la Harvard Business School M. Porter y M. Kramer escriben hace diez años su conocido artículo “La creación de valor compartido”, aparte de señalar esta percepción creciente, centraban su crítica en la estrecha visión de la creación de valor y en el desempeño financiero de corto plazo que empujaba el sistema

Aquel anticuado enfoque del capitalismo, con la empresa en una burbuja con el único objetivo del beneficio del accionista, como compartía M. Friedman, dio paso a otra teoría más acorde con los tiempos. Aumenta la consciencia social y se amplía el foco de interés de las empresas, no solo a los beneficios empresariales sino también a todo el entorno donde interactúa; es decir sus grupos de interés, como empleados, proveedores, administración, organizaciones no gubernamentales, entorno natural, etc.

Resulta difícil hoy encontrar alguna empresa que no presente sus actuaciones ambientales o sociales en un informe de sostenibilidad al final de su ejercicio. La legislación comunitaria y nacional está endureciendo la necesidad de transparencia en el envío de información no financiera, solicitando aportar la actividad ambiental y social como otro estado financiero más. La razón principal es el creciente interés de inversores, posibles compradores, clientes, empleados, o la propia Administración, ante el posible impacto social y medioambiental que pueda generar la actividad del negocio.

Se trata de una nueva circunstancia que sitúa en un mismo plano al ámbito social, ambiental y económico de la actividad empresarial. Surgieron protestas de entre los más ambientalistas cuando, tras la publicación del informe Medows Los Límites del Crecimiento (1972) más centrado en el medioambiente y que concluía con la interrupción del desarrollo imperante para evitar alcanzar los límites naturales del planeta, apareciera en 1987 el informe Brundtland. Este apostaría, además de por la equidad social y ambiental, por el enfoque económico. No debemos olvidar que vivimos en una estructura socio económica compleja, donde existe la certeza de que, sin el progreso económico, la justicia social y la preservación medioambiental encontrarían graves dificultades.

Es ahora cuando el ser humano pretende hacer frente a los principales desequilibrios que sufre la naturaleza, que surgen por nuestra acción descontrolada. La vigilancia de unas externalidades que nunca fueron integradas en el precio de mercado, preocupa ya en los principales foros económicos. Será pues la contabilidad ambiental, no como rama aparte de la contabilidad financiera, sino como parte integrante de los resultados económicos de la empresa, la que podrá conseguir que la economía valore los posibles daños o beneficios ambientales o sociales que suponga la actividad de una empresa.

Pero esto no resulta sencillo de acometer ya que la medición de estas externalidades es algo complejo, no lográndose valorar de manera consensuada y general el uso del aire que respiramos, el coste real del mineral que extraemos o del bosque que talamos.

En este entorno, y dentro de la industria financiera, las principales gestoras de activos del mundo apuestan, tras la salida de la crisis actual, por una recuperación paulatina de la economía, en donde la vuelta a la normalidad se vea marcada por una aceleración del interés por un mundo más sostenible.

Esta es la clave. Es la sociedad la que reclama un entorno sostenible, y con esto no se pretende únicamente influir sobre el calentamiento global señalado hace algunos años como riesgo real para la inversión, sino que existen otras cuestiones en juego. La Agenda 2030 puso en marcha los conocidos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que amplían los retos de la humanidad no sólo al cambio climático y demás problemas ambientales, sino también a la pobreza extrema o el hambre. Para satisfacer estas necesidades globales son necesarios billones de euros, lo que hace que entre en acción el capital privado.

He aquí la paradoja. El mismo dinero que era visto como enemigo de la sociedad, “en manos insensibles”, es el que se espera impulse una nueva economía que tendrá en cuenta unos riesgos que, por incapaces de medir, se ignoraron. Lo positivo es que la inversión (en capital físico y capital humano) ya ha comenzado a preocuparse en este sentido, por lo que no debe sorprender que las principales gestoras de inversión hayan tomado la delantera y muestren el camino a seguir. El tan vilipendiado deseo de hacer dinero puede suponer un poderoso mecanismo para el cambio, apoyándose en que el empleo del beneficio para obtener cambios a mejor puede resultar un catalizador esencial.

¿Quién no quiere hacer del mundo un lugar mejor? Desde luego no serán la economía capitalista, el liberalismo o el libre mercado los que busquen la ruina del mundo actual, más bien al contrario. Como comentaba este año Gilbert Van Hassel, CEO de la gestora holandesa Robeco, “creemos que un sistema financiero que respalde las prácticas sostenibles en la empresa terminará convenciendo al resto de participantes del mercado a invertir su dinero en compañías que ayudan a construir un mundo mejor”. Por qué no, se abre el telón.