Pequeñas y medianas empresas y la importancia de saber decidir

El principal factor de éxito dentro del mundo de la empresa es la capacidad para tomar buenas decisiones. Parece una obviedad, pero a fin de cuentas son los errores a la hora de decidir los que terminan por hundir a las empresas, a los ejecutivos y a veces también a las familias. Todos tomamos una media de 35.000 decisiones cada día, la mayoría de ellas sin ser conscientes porque no son relevantes, como cruzar una calle, pero otras son muy importantes y requieren un buen análisis.

Saber separar las unas de las otras, sobre todo dentro de las empresas y en especial cuando hablamos de pymes, es vital. Las buenas decisiones marcan la diferencia entre la supervivencia y el éxito, o la desaparición. Por eso, los líderes deben ser extremadamente cautelosos, pero a la vez visionarios y valientes, para elegir las mejores opciones.

El mundo ya no es el mismo, ha sufrido una revolución en los últimos años y aquellos tiempos de “paz” en los que los cambios eran progresivos, se han desvanecido. Vivimos momentos convulsos, momentos “de guerra” que nos están llevando a padecer olas en todos los niveles: en geopolítica, en energía, en el clima, en las cadenas de suministro, en el orden mundial y a todo ello, además, se suma la aparición de pandemias.

Estas olas están multiplicando las decisiones que debemos tomar; de hecho, pocas veces a lo largo de la historia se ha vivido una situación igual, en la que las empresas deben decidir de manera constante sobre cuestiones que pueden suponer su propia supervivencia. Cuando se ha de tomar una decisión importante disponer de tiempo para analizar el contexto y las posibles consecuencias es básico para evitar errores insalvables, sin embargo, hoy es complicado encontrar esos espacios para la reflexión.

Para afrontar las mareas que nos rodean es vital que el barco en el que nos encontramos (la empresa) cuente con una tripulación consolidada y bien compenetrada (un equipo humano); un equipo que debe estar conformado antes de la llegada de las olas porque luego ya será demasiado tarde. El capitán de este barco (el líder) ha de distinguir entre las decisiones a delegar en su equipo con una muestra de confianza y las que debe afrontar él mismo. Las primeras son aquellas que necesitan un conocimiento experto de los que se encuentran sobre el terreno, y cubren principalmente temas operacionales (primer nivel) o tácticos (segundo nivel). Por su lado, las segundas son de carácter estratégico (tercer nivel) y marcarán la dirección que debe tomar toda la compañía: cómo compite, qué la hace única y cómo hacer el negocio sostenible en el tiempo.

Cuando decidimos debemos saber que nuestra formación y la manera de pensar se focaliza principalmente en la parte izquierda de nuestro cerebro, el que mira al mundo a través de la lógica, produce un diagnóstico, genera opciones y desemboca en una decisión.

En la parte derecha se generan las emociones, la política (como ocurre en esos consejos de administración familiares donde todo se decide en la mesa mientras se come) y la cultura (cuando decimos por ejemplo: “nuestro abuelo no lo habría hecho así”). Es en esta área donde se crean los prejuicios y sesgos tanto hacia el líder y su capacidad de decidir bien, como de él mismo. Se trata de elementos limitantes a la hora de tomar decisiones que pueden provocar en la empresa y sus miembros consecuencias muy graves.

Uno de los sesgos más comunes es el Ego. Este conduce al líder a perder la perspectiva global y colectiva mientras se centra en sí mismo y en el propio interés. Se trata de la necesidad de sentirse capaz y de que los demás así lo perciban. Al buscar ese reconocimiento social, su preocupación se centra en demostrar que es el más listo y que las decisiones surgen de él, pero con esa actitud se acaba olvidando de lo principal: encontrar la mejor solución independientemente de quién sea su autor.

En las empresas familiares este riesgo aumenta debido a la presión familiar. Se trata de compañías con recursos limitados en las que los fundadores y sus generaciones posteriores deben aprender a focalizar sus esfuerzos en los temas fundamentales, y eludir la trampa del control excesivo sobre las operaciones. El líder debe verse a sí mismo como un gran director de orquesta, no como un genio de los instrumentos musicales. Él no es un experto y por tanto no necesita demostrarlo, por eso tiene que rodearse de los mejores directivos, Sin embargo, sí es la persona que deberá saber decidir bien e implementar mejor.

Hasta hace unos años, el miembro mejor pagado en la jerarquía de una empresa era, en teoría, el más inteligente, el que siempre tenía razón. Defendía su punto de vista como si le fuera la vida en ello y toda diferencia de opinión era considerada como un ataque personal. Los sesgos, la parte emocional del cerebro, pasaban a tomar el control dejando a un lado la parte racional. En este nuevo mundo que vivimos, el líder no puede saberlo todo y no debe tener miedo a mostrar sus dudas y debilidades. Eso le hace más humano a los ojos de su equipo y le otorga credibilidad. Aunque suene paradójico, mostrarnos débiles nos dota de fortaleza.

Por tanto, es muy importante que el líder de una compañía tenga bien claro cuál es su cometido en la empresa y no olvide las cuatro reglas de oro: debe marcar la dirección, dar esperanza al equipo explicando bien los cambios que se avecinan, pensar en la gente primero y hablar con transparencia y sin tapujos sobre la situación real de la compañía. Todo lo demás es delegable.