Una Política Europea Común para lograr la independencia energética

La semilla de la UE nace con la creación de la CECA en el tratado de París de 1951, por el que se acordó la gestión supranacional de los principales activos necesarios para la industrialización de un continente que había sido arrasado por la guerra. Y gracias a ese esfuerzo titánico de cohesión energética, económica, social y cultural, Europa conquistó su apogeo.

Conviene no olvidar este logro político en la actualidad, donde la crisis energética y la guerra en Ucrania han puesto de manifiesto una vez más la histórica dependencia energética de Europa y han desvelado la fragilidad y exposición que tenemos frente a externalidades que nada tienen que ver con el funcionamiento normal de la economía.

Frente a esta situación, ahora es más urgente que nunca la importancia de profundizar en la diversificación y transición de una economía europea basada en combustibles fósiles a una basada en fuentes renovables, que aseguren energía barata y abundante.

Con el fin de acelerar esta transición, Europa debe volver a recordar los ideales que concibieron a la UE -cohesión, integración, generosidad- y llegar a un acuerdo general para implantar una Política Común de Energía y Clima, anclada sobre tres pilares fundamentales: la implantación del mercado común energético, tanto para intercambio financiero como físico de energía de fuentes de origen renovable y circular; la digitalización del sector energético y medioambiental, para facilitar la información en tiempo real necesaria para la canalización sostenible y eficiente de la inversión público y privada, y, por último, la preservación y el incremento del capital natural europeo como activo fundamental, que ayuda a revertir las consecuencias del cambio climático y mitiga el impacto en el medioambiente y la salud humana.

Hay que dejar la reflexión de lado y trazar un plan de acción europeo concreto que pueda ser ejecutable de forma rápida y eficaz, similar al que llevó a la firma de los tratados de París y Roma en 1951 y 1957. Debemos hacer de la necesidad virtud, y ahora más que nunca se necesita a Europa y a los principios que la inspiraron. La transparencia, la determinación y la certidumbre son la base fundamental para fijar el marco de actuación y de confianza donde el capital y los operadores del mercado puedan desplegarse de forma rápida y eficiente.

Más allá de la determinación política, esta transición requerirá inversión sostenida y gestión de los próximos cambios cíclicos que tendremos que vivir en las próximas dos décadas, dado que nuestros proveedores de combustibles fósiles no van a permitir que nos desvinculemos de ellos sin pagar antes un peaje y, en este caso, Rusia es el perfecto ejemplo de esta realidad.

La Política Común de Energía y Clima permitiría movilizar los ingentes recursos financieros necesarios, tanto públicos como privados, para que la transición a una economía europea más sostenible, libre de volatilidades de las materias primas de origen fósil y capaz de internalizar rentas e invertirlas en capital natural, permita estabilizar los precios en la eurozona, internalizar los activos medioambientales en el PIB europeo y alcanzar un crecimiento económico apoyado por una economía real libre de influencias geopolíticas y asentado sobre criterios de sostenibilidad reales y medibles.

Nos encontramos en un punto de inflexión histórico: el avance incuestionable a la diversificación de las fuentes energéticas de la UE incrementará nuestra independencia de Rusia y de los países exportadores de petróleo.

La energía renovable es cada vez más barata y dentro de poco contaremos con formas rentables y eficientes de almacenar energía, lo que nos permitirá asegurar el suministro 24/7. Además, se siguen desarrollando alternativas energéticas que hasta hace muy poco no se incluían en los planes energéticos, como el hidrógeno verde, una de las promesas más sobresalientes.

Cada millón de euros invertido en fuentes de generación renovables genera 100.00 euros de ahorro en consumo de combustibles fósiles, considerando el precio del barril Brent a 68 euros. Es decir, podríamos amortizar los activos renovables en menos de 10 años, pudiendo disfrutar 30 años más de fuentes de energía donde el coste del combustible sería cero.

Esto nos permitiría retener la transferencia de rentas a los países productores de petróleo y reinvertirlas en esa transición. En términos económicos, se incrementaría la renta de los europeos un 20% -considerando que la misma presión fiscal indirecta aplicada hoy sobre los combustibles fósiles, se aplicase sobre el kWh-.

En este contexto, España no había tenido nunca una ventaja competitiva tan clara y única en uno de los insumos más importantes de cualquier economía: materia prima abundante y gratuita en forma de energía solar.

Con un 35% más de irradiación que el resto de los países de Europa del Sur, cada euro invertido en producción solar tiene un 35% más margen de rentabilidad que cualquier otro país de la UE para generar electricidad y combustibles sostenibles.

España debe aspirar a convertirse en el principal proveedor de energía renovable y abanderar la inversión en capital natural en Europa.

Estos activos, al igual que se acordó en su momento un uso ordenado y sostenible del acero y el carbón para el bien común de todos los europeos, deben ser en la actualidad puestos al servicio de una transición en Europa próspera y equilibrada.