La guerra que trajo la paz a la política energética europea

La agresión militar rusa sobre Ucrania ha sido el gran impulso para que Europa cuente con una estrategia común de seguridad energética en tiempo récord, un acuerdo que tanto costaba alcanzar dada la disparidad de intereses de sus estados miembros. Es verdad que se mantenía una cierta estrategia energética común, pero solo sobre el papel, que sumaba 27 planes nacionales divergentes en la práctica. Los días 26 y 27 de mayo nos reunimos en el XVII Congreso de la Asociación Española para la Economía Energética para entender la magnitud y alcance de este cambio. Aunque antes conviene saber de dónde venimos. En 2020, cada país miembro aprobó su plan nacional estratégico de energía y clima y su estrategia nacional de adaptación al cambio climático. Estos planes respondían a metas comunes con el objetivo de avanzar hacia la neutralidad climática de la energía europea. Pero cada plan daba una respuesta diferente según las prioridades e intereses de cada país. Para elegir su camino hasta llegar al objetivo común, cada país tiene que responder cómo acompasar en la presente década los avances en tres objetivos diferentes: la descarbonización del sistema, la transformación productiva del conjunto de la economía y la mejora de la seguridad energética. Había que elegir. Cada país respondió combinando tres opciones extremas que llamaremos verde, azul y marrón.

La opción verde pone los objetivos climáticos en primer plano. Conlleva oportunidades de innovación y transformación productiva, pero no es necesario considerar la política industrial como parte integral del plan, y las amenazas para la seguridad energética, si las hubiera, se consideran riesgos asumibles a gestionar en su momento. España apuesta fuerte por el despliegue rápido de la oferta de renovables, el cierre programado del carbón, el apagón nuclear y la conservación del gas con un peso reducido durante la transición. Es el país que mejor se ajusta a esta opción. Además, para facilitar el ajuste de la demanda a la oferta de energía, optó por trasladar al consumidor toda la volatilidad propia de las fuentes intermitentes de energía, como el sol y el viento, con la esperanza de que esto estimule ajustes “inteligentes” en el comportamiento de familias y empresas que redujeran los picos de demanda y la necesidad de más capacidad de generación. Esta elección se asume con riesgos de dependencia tecnológica (las baterías y los paneles son importados) y de posibles aumentos excesivos de precios que no necesitaron una guerra para aparecer.

La opción azul pone el énfasis en la búsqueda del liderazgo tecnológico y la política industrial y entiende la transición energética como un medio para una política industrial activa que forma parte integral del plan. Cerca del azul encontramos países proactivos en las negociaciones climáticas por convicción, pero también por su capacidad tecnológica y peso en el desarrollo de patentes y en los ingresos por tecnologías sostenibles. En esa lógica es posible modular la transición energética, permitiendo que el gas, y en el caso de Francia la energía nuclear, jueguen un papel permanente durante la transición. Cerca de esta opción se encuentran Alemania, Holanda, Dinamarca, Finlandia, Suecia y Bélgica. Los azules ven, o veían, solo riesgos temporales y confían en la superioridad tecnológica para corregir, de una vez por todas, la dependencia de recursos estratégicos que ha sido una constante en la historia de la Europa continental.

Finalmente, la opción marrón observa su política energética desde la óptica de la seguridad. La descarbonización les parece un objetivo inalcanzable o con un coste prohibitivo; no se ven en condiciones de aprovechar las oportunidades de transformación económica y, frente a sus socios verdes y azules, adoptan una actitud pasiva cuando no claramente defensiva. Aquí encontramos al grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia), que surgió precisamente para hacer frente a la política energética común. Se trata de países dependientes del gas y el petróleo importados, con un peso elevado del carbón en su economía doméstica, con menor poder adquisitivo y carentes de las interconexiones necesarias con el resto de la unión. A primera vista podría parecer un club antieuropeo, pero las apariencias engañan, sus problemas son similares a los de Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Croacia, Rumanía y Bulgaria.

Durante años, las diferencias nacionales han sido el palo en la rueda de la cooperación energética europea. La excepción ibérica nos ha venido bien para reclamar un trato especial, pero no hay que olvidar que la falta de acuerdo con Francia es lo que explica que, hoy por hoy, España sea uno de los países menos conectados a las redes eléctricas europeas. La apuesta de Alemania por Nord Stream II para abastecerse de gas ruso, evitando el paso por Ucrania, es el mejor ejemplo de las apuestas nacionales. Todo eso mientras la conexión del gas desde el sur de Europa no estaba en la agenda y el corredor del gas transbalcánico, con origen en Turquía, tampoco avanzaba. Hasta no parecía relevante que socios europeos dependieran de oleoductos y gasoductos con origen en Rusia o que los reactores nucleares de Bulgaria, Chequia, Hungría y Polonia dependan todavía de tecnología y combustible ruso. Tampoco ha habido cooperación para desarrollar una industria común de placas solares, baterías, hidrógeno verde, biomasa, etc.

Todos estos problemas tienen, al fin, una respuesta tras la invasión de Ucrania por el ejército de Rusia: es la nueva estrategia de seguridad energética europea publicada el pasado 18 de mayo. Estrategia que se completa con un programa de compras conjuntas de gas, alianzas industriales y una mayor ambición en la transición energética y en la transformación productiva europea. Con una inversión de 210.000 millones de euros, se basa en alianzas para reforzar la seguridad mutua. Los marrones tendrán la tecnología y las infraestructuras para conectarse al resto de Europa. Los verdes se darán por satisfechos con acelerar las metas de descarbonización, el despliegue de las renovables y la eficiencia energética. Los azules pondrán de su parte para construir la nueva alianza industrial de la energía solar y plataformas para la innovación y el desarrollo del hidrógeno, etc.

Unos y otros deberán hacer concesiones, los verdes deberán aceptar el carbón como alternativa durante la transición; los azules compartirán sus ventajas tecnológicas para crear el mercado europeo de nuevas tecnologías para la energía; y los marrones se unirán, sí o sí, al objetivo de descarbonización y adaptación al cambio climático. La guerra ha llegado para reordenar las prioridades nacionales y europeas alrededor de la seguridad energética -aquella que paradójicamente siempre preocupó más a los marrones que a verdes y azules-. Los planes nacionales no sobran, pero deberán adaptarse antes de 2024 a la estrategia europea. Lo que no tenía lógica era tratar de acomodar 27 planes divergentes en una estrategia común.