El transporte público y la transición energética: una conversacion pendiente

El debate sobre la movilidad es uno de los grandes asuntos de la agenda pública actual. Ha llegado para quedarse porque responde a esa particularidad, habitual en la construcción de las grandes políticas públicas, que se resume en la lógica de “problema busca solución”. Lo cual destaco a conciencia en estos tiempos en los que vemos a veces lo contrario, es decir, soluciones en busca de problemas. No es el caso, porque si la movilidad en sí misma presenta ya enormes retos, particularmente concentrados en la movilidad urbana y metropolitana, la transición energética en la que estamos inmersos le añade nuevos problemas. El más grave en los últimos meses viene dado por el alza de los precios de la energía que está poniendo en cuestión la viabilidad misma de nuestro modelo de transporte público.

Me gustaría poner solo un par de ejemplos que nos ayuden a dimensionar. Desde hace años, la apuesta por una movilidad más sostenible hizo que las flotas de autobuses urbanos estén actualmente impulsadas en un 38% con gas natural comprimido. Con los recientes precios del gas, un solo autobús puede llegar a suponer un sobrecoste de combustible anual de 15.000 euros. En el caso del transporte público impulsado por energía eléctrica, como el metro o el cercanías, el impacto puede implicar un incremento del precio del 116%, hasta 260.000 euros diarios.

No olvidamos que el transporte público tiene un enorme poder ejemplificante. Contar con flotas de vehículos sostenibles tiene un efecto derrame sobre el resto de fórmulas de movilidad. Pero, precisamente por ello, es igualmente importante evitar hacer pagar los sobrecostes de la transición energética a quienes han cumplido la hoja de ruta marcada hacia una movilidad menos emisora. De lo contrario, el riesgo a corto plazo es que acabemos desincentivando el proceso de transformación de las flotas de transporte público. A largo plazo, sería terrible en términos de sostenibilidad. En el ámbito de la transición ecológica, las medidas posibles deben adaptarse a la realidad y no la realidad a las medidas imposibles. De tal manera, que las lógicas del cambio cultural que implica la transición ecológica sean comprendidas y asumidas por el conjunto de los sectores implicados.

El gran aliado de la transición ecológica, en el ámbito de la movilidad, es el transporte público. Los datos de los que disponemos corroboran lo que intuimos todos en un país como España: la mayoría de los ciudadanos necesitan y utilizan el transporte público a diario -sin ir más lejos, más de 316 millones de pasajeros el pasado mes de diciembre, un 31% más que en el mismo mes del pandémico año 2020, según los últimos datos disponibles del INE-.

Además, queremos que así sea, porque el transporte público es pieza insustituible para lograr ciudades y entornos urbanos más sostenibles y su rol inclusivo democratiza la movilidad. Seguir fomentando el uso del transporte colectivo es fundamental para estimular aún más la tendencia de la sociedad española -que valora, utiliza y respeta sus servicios públicos- hacia el uso de una movilidad realmente sostenible. Pero, si esto es así, ¿qué está fallando? ¿Por qué en nuestro país el transporte público está sometido a los vaivenes del mercado energético sin ningún tipo de protección? ¿Por qué se somete a un estrés económico insufrible a las administraciones públicas y empresas concesionarias que lo hacen posible?

Me gustaría contribuir al debate no solo con el diagnóstico del problema, sino también con algunas soluciones que resumiré en tres líneas de trabajo: diálogo permanente entre decisores y sector, ejecución de un plan de medidas urgentes que atajen el actual contexto de precios de la energía y, finalmente, proactividad para definir medidas estratégicas en el medio y largo plazo que protejan y velen por la sostenibilidad del sector.

Respecto al primer elemento, es imprescindible que esa conciencia de aliado de la transición que tiene el transporte público sea asumida por parte de todos los decisores públicos que ordenan nuestra transición energética. A partir de ahí, el diálogo, el acuerdo y la concertación en las necesidades, la orientación y los ritmos de las medidas aseguren que sea exitosa su implementación. De lo contrario, los desajustes entre expectativas y realidad pueden generar frustraciones innecesarias en un proceso de transición que todos asumimos y compartimos, pero que no es lineal, sino que viene plagado de incertidumbres cuya resolución será mucho más exitosa si el proceso se diseña a partir de lógicas inclusivas.

En segundo lugar, es imprescindible tomar medidas urgentes que compensen el extraordinario incremento de precios energéticos en el transporte público, incluyendo los costes de combustibles convencionales -no olvidemos que un solo autobús puede sustituir hasta 50 vehículos privados-. Desde mayo de 2021, el transporte público lleva padeciendo la alta volatilidad del mercado eléctrico y el incremento exponencial del precio de la energía, sin que en la agenda pública se hayan previsto medidas para velar por su sostenibilidad. Es urgente articular medidas políticas para lograr la indexación del coste de la energía en los contratos de concesión y, adicionalmente, articular una línea de ayudas directas al transporte público, como ya han hecho nuestros países vecinos, Francia y Portugal.

En tercer lugar, hemos de tomar medidas para establecer un mercado de futuros real para la energía eléctrica y para elaborar un Estatuto para la sostenibilidad del transporte público en la transición energética, a semejanza de otras iniciativas ya existentes, por ejemplo, en el caso de las industrias electrointensivas.

El transporte público comprende bien la necesidad de una transición ecológica. Es imprescindible para nuestro país y para nuestros objetivos comunes que el sector y los principales decisores políticos trabajemos juntos desde la comprensión del papel determinante que en ella juega el transporte público.