El fantasma de la estanflación recorre el mundo

La historia económica nos enseña que hay dos grandes traumas del siglo XX que pesan todavía hoy sobre los todopoderosos bancos centrales: la Gran Depresión de 1929 y la Gran Inflación de los años 70. Los historiadores relatan cómo el Banco Central de los Estados Unidos contribuyó en 1929 a uno de los mayores desastres de todos los tiempos al subir las tasas de interés y restringir la liquidez del mercado en pleno derrumbe económico.

También se sabe cómo en los 70, en medio de la crisis del petróleo, los bancos centrales no supieron qué hacer durante 10 años. Se mantuvieron en el dilema: parar la economía y enfriarla o dejarla para que la inflación amainara sola. Han pasado más de cuatro décadas y, sin embargo, los bancos centrales han aprendido muy poco. Ante la pandemia respondieron con excesos de oferta monetaria y frente a la inflación desbocada que hoy vivimos, no tienen muy claro qué camino seguir.

Hemos visto como la FED acaba de subir la tasa de interés de referencia en 0,25% por primera vez desde 2018, una decisión que significa encarecer el precio del del dinero y también echar el freno de mano a la economía. El BCE, el Banco de Japón y otros, siguen sin mover fichas esperando en qué dirección soplan los vientos de la inflación. En cambio, los bancos centrales de América Latina, ya desde 2021, han seguido una loca carrera de subir tasas sin medir las consecuencias en economías que aún no se habían recuperado de la dura crisis causada por la pandemia.

A pesar de lo que nieguen las autoridades económicas, resulta que hemos vuelto a los años 70. Por aquel entonces se vivía el mismo dilema de hoy: subir la tasa de interés parar enfriar la economía o dejarla hasta que los precios bajaran por sí solos. En aquellos años también se vivían periodos de guerra cuyo escenario era Vietnam. Pero, en aquella ocasión, los que bombardeaban y lanzaban misiles no eran los rusos, sino los norteamericanos. El costo millonario de aquella guerra y los programas sociales de la Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnson, dispararon el gasto público de una manera brutal y, con ello, la inflación a finales de los años 60 hacía estragos en el poder adquisitivo de la gente.

En esos años, el virus de la inflación se había extendió rápidamente por todo el mundo. Y, en 1973, llegó la crisis energética, cuando la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo decidió no exportar más petróleo a los países de occidente que habían apoyado a Israel en la guerra árabe-israelí (guerra del Ramadán). Desde entonces, el precio del petróleo se disparó por falta de oferta.

Y cuando sube el petróleo sube todo. La inflación en el mundo entero estaba desbocada. En ese momento, la duda de los bancos centrales era esperar que la economía y los precios se ajustaran solos o subir las tasas de interés para frenar esa auténtica locura. Demasiado parecido al actual, es decir, los precios disparados y el crecimiento estancado. Como dije antes, aquella indecisión duró cerca de 10 años.

Ante la crisis actual aparece nuevamente el dilema: subir las tasas de interés y frenar la economía o dejar que transcurra el tiempo y ver qué pasa con los precios. Hemos vuelto al mismo dilema, hemos vuelto a los años 70 y 80. En aquella época se definió por primera vez en la historia el concepto de estanflación: estancamiento de la economía con inflación. Si ahora estamos en el mismo agujero, deberíamos analizar bien si lo que se hizo en aquellos años fue útil y certero o si causó más daño a la larga. La historia enseña y es bueno tenerla en cuenta.

La inflación actúa como una suerte de impuesto silencioso de los pobres, que carcome el poder adquisitivo de los ingresos de los trabajadores y jubilados, reduce el valor real de los ahorros y se extiende a todas las ramas de la actividad económica, por lo que su factura en términos de competitividad y empleo constituye una amenaza que obliga combatirla. Pese a las dificultades que entraña luchar contra este fenómeno, cuyas causas son heterogéneas y escapan en parte a la capacidad de actuación de los gobiernos, el combate contra el aumento generalizado y continuo de precios reviste particular importancia.

Después de varios meses de diagnósticos fallidos sobre la naturaleza y gravedad de la inflación y su evolución, tanto por los bancos centrales como por los distintos gobiernos, la realidad se ha impuesto con toda su crudeza.

Primero, la inflación actual nos es coyuntural, es permanente. Segundo, la guerra Rusia-Ucrania no es la causa principal de este fenómeno, en todo caso, actúa como un acelerador de precios. Y, tercero, asistimos a una nueva crisis alimentaria debido a una galopante subida de precios por razones de oferta, principalmente.

El rodillo inflacionista avanza implacable en el mundo entero, escalando a cuotas inéditas en algunos países. El impacto negativo para la población en general es enorme, pero sobre todo para los más pobres. Las medidas adoptadas por los bancos centrales, como la subida de tasas, son insuficientes en la lucha contra la inflación.

El problema es global y vemos severos recortes en las previsiones de crecimiento económico y alzas en previsiones de inflación (véase el último informe del FMI). Vamos inexorablemente camino a la estanflación, digan lo que digan, y podemos acabar en una fuerte recesión a medio plazo si no se toman medidas imaginativas y certeras.

El escenario actual es que la pandemia no ha desaparecido. Tampoco se sabe cuánto puede durar la guerra, ni por cuánto tiempo se prolongarán las sanciones a Rusia una vez termine. Los precios no volverán a los niveles de antes de la guerra por mucho tiempo y quizás nunca vuelvan, y no hay soluciones mágicas que no impliquen sacrificio.