Descifrando el nuevo paradigma eléctrico: el papel de la flexibilidad en la red
El Pacto Verde Europeo insta a que Europa reduzca las emisiones de GEI en un 50-55% para 2030, en comparación con los niveles de 1990, y sea climáticamente neutra para 2050. Esto, en un mundo en el que la demanda de electricidad no cesa de crecer -cerca de un 1,8% al año hasta 2030, según Deloitte-, será imposible de conseguir a menos que descarbonicemos la red. Aquí es donde entra en juego la transición energética.
Paralelamente, por su criticidad, las compañías deben poder garantizar en todo momento la calidad, estabilidad y fiabilidad del suministro. Casar ambos extremos no es nada fácil. La clave: modernizar las redes de distribución, hacerlas más inteligentes y flexibles.
Por eso, tanto a nivel europeo como nacional, existen múltiples políticas energéticas que buscan avanzar en la electrificación, la reducción de emisiones, la penetración de las renovables o la mejora de la eficiencia energética. Fruto de estas políticas, Deloitte prevé que, para 2030, se alcance una capacidad renovable acumulada de 940 GW y los 50-70 millones de vehículos eléctricos -un 20-25% de la flota de turismos- en Europa y Reino Unido.
Los beneficios ambientales de este cambio de paradigma son obvios, pero no están exentos de retos para el sector eléctrico. Entre los principales: la descentralización de la red eléctrica, la creciente integración de energías renovables -de por sí, intermitentes- y la electrificación de la movilidad en la red. Tres retos que añaden una gran complejidad.
La descentralización es una disrupción en nuestra forma de generar, almacenar trasladar y consumir energía. El nuevo ecosistema energético multidireccional convierte a los consumidores en prosumidores -tanto particulares como empresas-, capaces de almacenar y redistribuir energía cuando sea necesario.
La digitalización les permite ser activos inteligentes, comunicados y controlables, capaces de coordinarse y automatizarse para el beneficio de todo el ecosistema. La tecnología e infraestructuras para hacer posible el control y gestión de la descentralización de la red ya están aquí y se están extendiendo cada vez más rápidamente, reduciendo la brecha entre la red centralizada tradicional y la creciente red distribuida actual.
El otro problema al que se enfrentan los operadores es la variabilidad de la generación, ya que las energías renovables dependen en buena medida de la climatología y la estacionalidad. Por lo tanto, a medida que avanzamos hacia un futuro de energía 100% limpia, necesitaremos soluciones para continuar operando la red de una manera fiable y resiliente.
En este sentido, las redes de energía autónomas utilizarán la inteligencia artificial y el almacenamiento de energía para optimizar la red. El resultado es que la energía generada dentro de una red autónoma se utilizará de manera más eficiente: o se consumirá inmediatamente o se almacenará para usarla cuando sea necesaria. Tecnologías como las microgrids, entre otras, están impulsando y haciendo posible este cambio.
Y es aquí donde también entra el vehículo eléctrico, cuya adopción masiva inminente va a suponer un cambio sustancial en los modelos de movilidad de nuestra sociedad. El cargador de vehículo eléctrico es solo la punta del iceberg: para que éste funcione debe haber una infraestructura eléctrica detrás preparada para un control inteligente y dinámico de la capacidad de la infraestructura de carga.
Tal como indica el informe Flexibilidad en redes de distribución eléctrica elaborado por FutuRed, la solución es incrementar la flexibilidad en la red, aprovechando los recursos energéticos distribuidos, en coordinación con todos los agentes implicados y creando mecanismos que impliquen a la demanda.
Además, será necesario cambiar el rol de los distribuidores de energía eléctrica (DSO). Debemos ir hacia un rol con funciones para gestionar activamente la red, lo que, combinado con unas redes de distribución más inteligentes, es lo que permitirá integrar toda la generación distribuida necesaria para descarbonizar la electricidad. Más aún, pondrá a disposición de los usuarios nuevos modelos de negocio que les colocarán en el centro y les darán herramientas para gestionar su propio consumo. Todo ello permitirá acelerar la transición energética, reducir los costes para los consumidores y las emisiones, incrementando, al mismo tiempo, la calidad y seguridad del suministro.
Los medidores inteligentes nos permitirán incrementar la visibilidad de la red de distribución y, así, conocer cuáles son sus necesidades, optimizar inversiones y crear servicios de flexibilidad. Además, volviendo al nuevo rol de los operadores, esta digitalización habilitará los nuevos mecanismos de comunicación e intercambio de información que son necesarios para llevar a cabo esa gestión activa de la red.
Es obvio que esta modernización requerirá de importantes inversiones, Deloitte habla de entre 375 y 425 mil millones de euros entre 2020 y 2030 en Europa y Reino Unido. Aquí vuelven a jugar un papel importante las autoridades regulatorias, que deben promover estas inversiones, además de crear un esquema de incentivos eficiente para los DSO.
Que estas inversiones se lleven a cabo es imperativo, ya que desbloquearán nuevos niveles de sostenibilidad, competitividad y progreso para todos.
Gracias a ellas, tendremos unas infraestructuras eléctricas más resilientes, fiables y flexibles, que nos permitirán afrontar los retos del futuro y contribuirán al crecimiento de la economía y a la creación de empleo de calidad.