Hacia una ética en el uso de tecnología capaz de manipular el cerebro humano

Cuántas veces habremos hablado en esta revista del doble uso que puede tener cualquier adelanto tecnológico. Herramientas que surgieron tras años de investigación con el más noble de los fines pueden convertirse en maléficas si se les da un uso inapropiado. Ejemplos de ellos los encontramos por todas partes. El más sencillo puede ser el de la telefonía móvil: el mismo dispositivo que puede facilitar la movilidad, el teletrabajo y las comunicaciones también es susceptible de convertirse en algo muy perjudicial en las manos de un menor sin la suficiente formación o sin los filtros adecuados de control parental.

Ahora, de nuevo unas herramientas tecnológicas que se están desarrollando para intentar paliar y encontrar tratamiento a enfermedades neurológicas que siguen siendo un misterio como el Alzheimer, la depresión, la esquizofrenia o la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), también pueden entrañar nuevos riesgos que conviene valorar. Los neurocientíficos que trabajan en esas herramientas ya han advertido a las autoridades, a los juristas y a la sociedad entera de que conviene ir allanando el camino. Advierten de que en diez años contaremos con tecnología capaz de leer lo que sucede en nuestro cerebro y que en 20 años estaremos en disposición de manipular sus circuitos. El fin de estos científicos es alterar esos mecanismos cerebrales, que son los desencadenantes de todas esas patologías aún sin cura. Sin embargo, si esas mismas herramientas caen en malas manos o son explotadas por empresas sin demasiados escrúpulos, podrían atentar contra la misma esencia del ser humano. Como bien explica el neurocientífico español de la Universidad de Columbia Rafael Yuste, en el cerebro “se encuentra la identidad personal, nuestra integridad psicológica”. “Estamos hablando del yo, de la consciencia. Si podemos acceder al cerebro, podemos manipular el yo”, adelanta.

El tema que llevamos a la portada de este número aborda el debate sobre los llamados neuroderechos. Se trata de cinco principios que nos protegerían de posibles abusos ante la llegada de estas futuras tecnologías. Si tenemos en cuenta que el cerebro de cualquier persona tiene tres veces más nodos o conexiones que todo el Internet de la Tierra, hay que reconocer que a estos científicos aún les queda mucho trabajo por delante. Sin embargo, es de agradecer que hayan alertado con tiempo para que los sistemas jurídicos puedan estar preparados. Conviene no solo dejar bien atado que cada persona tiene derecho a mantener intacta su propia personalidad, a que nadie acceda sin su consentimiento a lo más oculto de su ser, a sus pensamientos. También será necesario regular la posibilidad de que la implantación de unos chips puedan mejorar a unas personas frente a otras. Estas tecnologías podrían incluso crear dos razas humanas: los aumentados a través de la tecnología y quienes no han tenido acceso a esas herramientas. El debate, no exento de complejidad, irá a más en los próximos años.