La revolución energética del siglo XXI no es solo renovable, sino también sostenible

Vivimos tiempos inciertos a nivel energético. Con un precio desbocado del gas y un panorama geopolítico de tremenda incertidumbre a nivel mundial, es indudable, indiscutible y acuciante la necesidad de apostar por formas de producción energética que nos alejen de la dependencia de los combustibles fósiles.

Según datos de la Unión Europea, cada año los europeos consumimos alrededor de 400.000 millones de m3 de gas natural, de los cuáles solo producimos internamente una cuarta parte. Y cerca de la mitad de los habitantes de la UE, unos 448 millones de personas, usan el gas para la calefacción de sus hogares cada año. Las cuentas no salen.

Tal dependencia es insostenible en el corto y el largo plazo. Y por ello, cada vez son más las voces que reclaman una mayor transparencia a las empresas en materia energética y una apuesta, en serio, por las renovables.

Los consumidores son, por fortuna, cada vez más exigentes. Reclaman a las empresas más transparencia acerca del origen y la sostenibilidad de la energía que utilizan, así como compatibilizar la imperiosa necesidad de reducir las emisiones con el aumento de la prosperidad y la justicia social.

No debemos olvidar que la energía no se produce sola y en un entorno estanco e inalterable. Hacen falta manos, equipamiento y un espacio en el que ubicar las plantas generadoras de electricidad. Y todo eso tiene un coste y una repercusión en las personas, en el entorno y en las comunidades locales.

Sin embargo, la cuestión de la transición energética es algo compleja. Porque la exigencia de dar un paso más, e incorporar el elemento social y ético en la ecuación, significa que ya no podemos apostar solo por impulsar la energía renovable, sino también la energía sostenible. Porque no toda la energía renovable es sostenible. ¿O sí?

Cuando hablamos de energía renovable, hablamos de energía cuya fuente de producción es ilimitada, no se agota, como en el caso de la energía solar. Sin embargo, esta definición abarca y hace referencia única y exclusivamente al origen de la energía en sí misma. Por el contrario, cuando hablamos de energía sostenible englobamos muchos otros aspectos que van más allá de su capacidad de uso inagotable, o de su reducido impacto medioambiental. Ya que incorpora además los aspectos ético y social.

Para entenderlo mejor, veamos un ejemplo. Imaginemos que acaba de instalarse una planta para la producción de energía fotovoltaica. La energía de esa planta, al ser solar, lógicamente es renovable. Adicionalmente, al realizarse el proyecto de construcción de la planta se tuvo en cuenta también su impacto medioambiental y social -utilizando materias primas sostenibles para su construcción, reduciendo su impacto en el entorno, desarrollando acciones para contribuir al desarrollo de las comunidades locales cercanas, etc.- Y todo ello garantizando asimismo el respeto a las mejores prácticas a nivel ético y de buen gobierno.

Dicho esto, queda claro que la energía producida por esa planta ya no es solo renovable, sino también sostenible. Y es que va mucho más allá de la simple producción de energía fotovoltaica. Está produciendo energía limpia, no contaminante, y lo está haciendo de forma respetuosa tanto con el entorno como con las personas.

Ahora bien, no todas las plantas productoras de energía sostenible son iguales, ni igual de sostenibles. Motivo por el cual se hace necesario contar con herramientas que permitan medir y cuantificar de manera sencilla, objetiva y fiable el origen y el grado de sostenibilidad de la energía producida. Y ese es justo el quid de la cuestión. Porque, como dijo el físico y matemático británico William Thomson Kelvin (Lord Kelvin): “Lo que no se mide, no se puede mejorar”.

La tarea no es fácil. Cambiar el paradigma actual de la energía basado en los combustibles fósiles, que arrastramos desde lo que se conoce como la segunda revolución industrial, hacia uno basado en las necesidades y desafíos del siglo XXI es, sin duda, un reto de enormes proporciones. Y para hacerlo y llegar a buen puerto debemos contar a nuestro lado de forma indefectible con las nuevas tecnologías.

Tecnologías como el blockchain o el IoT (Internet of Things) están permitiendo avanzar y dar respuesta a muchos de los principales desafíos a los que se está enfrentando el sector energético y, más concretamente, el de las energías verdes. Porque, como decíamos, ya no es suficiente con ser renovable, también hay que ser sostenible.

De ahí que resulte tan necesario contar con herramientas que permitan tanto a productoras y comercializadoras, como a consumidores, tomar el control e identificar en tiempo real, fácilmente y con garantías de fiabilidad el origen y el grado de sostenibilidad de la energía que producen o que llega a sus negocios y sus hogares.

Porque el acceso a esas tecnologías democratiza y pone al alcance de todos y cada uno de nosotros la posibilidad de contribuir, en mayor o menor medida, a la transición energética y la migración hacia un modelo energético realmente sostenible y desvinculado de los combustibles fósiles. Uno limpio, responsable y ligado al compromiso social.

A fin de cuentas, la innovación y las nuevas tecnologías son las que hacen que el mundo avance. Y su aplicación en el ámbito energético debe ser una prioridad, especialmente si queremos afrontar en buena forma los retos sociales, éticos y medioambientales actuales y que aún están por llegar.