Los centros de datos, infraestructuras críticas y también cada vez más sostenibles
En julio de 2014, el Ayuntamiento de Madrid impuso un nuevo sistema para regular el aparcamiento en las calles de la capital. Aquellos parquímetros obligan desde entonces a introducir la matrícula del vehículo y, a partir de ahí, se fija una tarifa u otra. Cada parquímetro está comunicado con la central, en la que se encuentran todos los datos de todos los vehículos en circulación y, según la antigüedad y el combustible utilizado, el conductor tiene que introducir más o menos monedas por aparcar en la calle. Recuperamos este ejemplo para destacar cómo los datos -y los centros de datos- llevan bastantes años ya permitiendo aplicaciones hasta hace poco tiempo impensables.
Sin esos centros de datos tampoco sería viable en estos días el diseño de herramientas como el pasaporte Covid, que se está extendiendo por la mayoría de Comunidades Autónomas para frenar la expansión del Sars-Cov-2 en una nueva ola de la pandemia. Para que cualquier bar, restaurante o local de ocio pueda validar mediante una aplicación en el móvil si el cliente que está en la puerta cuenta con ese certificado oficial sanitario, antes ha habido que cargar todos esos datos relativos a todos los habitantes de España en unos servidores. Como bien sabemos, en esas instalaciones también se almacenan todas las imágenes que hacemos, los contenidos de música y vídeo que disfrutamos a través de las plataformas en streaming, el correo electrónico, etc. Todas las aplicaciones, herramientas y servicios que entran bajo el paraguas del cloud computing y el big data beben necesariamente de los servidores, en continuo aumento.
Estas instalaciones, convertidas ya en infraestructuras críticas, se multiplican. Sobre todo, en aquellas zonas en las que mayor es el ritmo de la transformación digital. Podríamos decir que el número de centros de datos es una suerte de indicador de ese nivel de digitalización de una sociedad concreta. En el reportaje que llevamos a la portada de este número hablamos de cómo España, con sus 60 centros de datos construidos, aún se encuentra lejos de otros países como Alemania, donde esa cifra supera los 200. También hablamos del impacto económico de estas instalaciones: por cada euro invertido en centros de datos, el impacto en el PIB se multiplica por 12.
La construcción de los centros de datos tiene un problema que también merece la pena considerar: la factura energética. En 2018, estas instalaciones ya consumieron el 1% de la demanda global de energía. La nota positiva es que, pese al incremento de la actividad y capacidad de estas instalaciones, su consumo energético se ha mantenido estable desde 2015, incluso en unos años en los que el tráfico de internet se triplicó y las cargas de trabajo IT en centros de datos se duplicaron. Estas instalaciones, aparte de críticas y ya del todo imprescindibles, pueden servir de ejemplo para avanzar hacia un crecimiento sostenible.