El futuro de las autoliquidaciones: una reflexión

Quien tenga un poco de memoria tributaria, y de edad, se acordará que hasta 1978 lo normal era que los contribuyentes presentaran a Hacienda una declaración tributaria y que, con posterioridad, esta nos notificara una liquidación en la que se nos indicaba el importe a pagar. Ahora, por el contrario, es el contribuyente quien presenta de forma conjunta una declaración- liquidación (autoliquidación) en la que él mismo calcula la cuantía a ingresar.

Se podrá pensar que no hay mucha diferencia. Pero si la hay, y mucha.

En efecto. La liquidación, esto es, el cálculo concreto de lo que le corresponde pagar a cada uno, significa “calificar” los hechos declarados, concretar las obligaciones tributarias que de ellos se derivan, y “aplicar” la norma tributaria. La tarea, jurídica por naturaleza, no es ni mucho menos fácil.

Por si alguien no lo entiende, el contribuyente no se limita hoy a declarar, por ejemplo, que ha cobrado unos atrasos, sino que ha de analizar sus consecuencias jurídico-tributarias, esto es, determinar su naturaleza jurídica, averiguar qué obligaciones tributarias se derivan de ello, cuál es su criterio de imputación temporal, esto es, a qué periodo impositivo hay que imputar los atrasos, cuantificar su rendimiento neto, esto es, determinar qué gastos o reducciones son aplicables, determinar la base imponible, esto es, aplicar en su caso otras reducciones, calcular la cuota íntegra, esto es, determinar el mínimo personal que le corresponde y aplicar la tarifa estatal y autonómica, y practicar, en su caso, las deducciones que procedan.

Ese vertiginoso periplo es jurídicamente complejo y comporta, en ocasiones, la necesidad de interpretar una norma que no está clara.

¿El riesgo? La sanción, claro.

En definitiva, la labor de calificación-aplicación de la norma, propia de alguien que posee conocimientos jurídicos, le corresponde al contribuyente. Es, pues, este quien se “arriesga” a hacer una interpretación que no coincida con la que la inspección considere oportuna. El riesgo es todavía mayor si se tiene en cuenta que, normalmente, al presentar la declaración no existe siempre un criterio administrativo claro.

Total. El contribuyente es quien soporta la difícil tarea de interpretar la norma y quien se ha de lanzar al vacío sin red que le proteja.

Como la normativa es absolutamente volátil e inestable, y la diligencia legislativa es ya algo de la hemeroteca, la conflictividad está servida.

Pues bien. Hasta que la “autoliquidación” se aprobó como sistema general de declaración y liquidación, quien soportaba el riesgo de la calificación y aplicación de la norma era la propia Administración. Era ella, y no el contribuyente, quien a la vista de los hechos declarados por este último los calificaba, concretaba las obligaciones tributarias, aplicaba la norma, la interpretaba, y notificaba al contribuyente el importe a pagar. Vaya, que el contribuyente no incurría en ningún riesgo de sanción, salvo, claro está, que no hubiera presentado su declaración de forma completa y veraz.

El sistema de autoliquidación, que no es más que un sistema para “cobrar” rápido, podría estar justificado por la imposibilidad que la Administración tenía en aquel entonces de conocer la totalidad de la información con trascendencia tributaria que le permitiera practicar una liquidación con garantía de exactitud.

Hay que tener también en cuenta que la autoliquidación era el único sistema posible de gestionar (y cobrar) de forma rápida un número inimaginable de millones de declaraciones. La guinda era la de una inspección que se centrara en los casos de incumplimiento.

Pero es obvio que la información que la Administración tiene hoy dista mucho de la que disponía en 1978, y que su tratamiento informatizado (algoritmos incluidos) era inimaginable en aquella fecha. Y yo que me alegro, porque esta es la única forma de luchar contra el fraude. Es el camino.

Es, pues, hoy una realidad que la Administración tiene de nosotros información que ni nosotros tenemos, y que su grado de precisión y tratamiento permite hoy informar al contribuyente de forma casi exacta de sus obligaciones tributarias.

Pues bien. ¿Es hoy la autoliquidación necesaria? Personalmente creo que no. Piénsese, tan solo, en la cantidad ingente de procedimientos “masivos” que se inician a instancias de la Administración por presuntas diferencias entre los datos en poder de la Administración y los consignados por el contribuyente en sus declaraciones-liquidaciones.

Es, por tanto, necesario reflexionar sobre la conveniencia de volver a un sistema similar al anterior en el que el contribuyente no asuma el riesgo en la calificación, aplicación, e interpretación de la norma.

Los avances de la inteligencia artificial permiten, creo, liberar hoy al contribuyente de esta carga y riesgo innecesario. El tema no es fácil. Ya lo sé. Pero hay que reflexionar sobre la información que la Administración hoy dispone de cada uno de los contribuyentes, de su eficiente y eficaz tratamiento, y si, en este contexto, es razonable que el contribuyente soporte las consecuencias de una calificación, aplicación e interpretación de las normas que no coincida con la de la inspección. Nuestro ordenamiento actual no se ajusta a la realidad de hoy, produciéndose un desequilibrio entre derechos y obligaciones de unos y otros que es necesario reequilibrar.