El derecho a la seguridad jurídica

Tengo la morbosa costumbre de dedicar una parte del fin de semana a leer revistas especializadas en materia tributaria. Este fin de semana le tocó el turno a una publicación online que tiene por costumbre detallar los autos más interesantes que el Tribunal Supremo (TS) ha dictado admitiendo a trámite recursos extraordinarios de casación.

Se sorprenderían de la larga lista de asuntos que se plantean, y de que una buena parte de ellos obedezcan a cuestiones mundanas. Por ponerles un ejemplo, uno de los que este fin de semana me sorprendió hace referencia al interminable conflicto sobre la deducibilidad como gasto de la retribución de los administradores societarios cuando en los estatutos sociales no se prevé su retribución.

Sin embargo, no les voy a hablar de la conflictividad tributaria, sino de la interpretación de las normas. Una de las cuestiones más complejas que hay que afrontar en la difícil tarea de aplicar una norma, es su interpretación. Es cierto que la seguridad jurídica exige su máxima certeza.

Pero también es cierto que la norma no puede prever todas las infinitas situaciones que en la práctica se dan. Es, por tanto, necesario aplicar la norma general al caso en concreto. Y la labor no es fácil. Y menos, si la calidad legislativa no es la adecuada y las normas son objeto de constantes cambios.

La labor del intérprete es más difícil si la norma utiliza conceptos jurídicos indeterminados sin esfuerzo alguno por objetivarlos.

En el ámbito tributario, la interpretación es consustancial al sistema de autoliquidaciones. Y lo es, porque el contribuyente, al presentar su autoliquidación, ha de aplicar e interpretar la norma sin conocer en muchos casos si su interpretación coincidirá o no con la de la Administración.

Sin embargo, mucho más tarde, esta, al comprobar esa autoliquidación, puede no estar de acuerdo con aquella o sorprendernos con un novedoso criterio interpretativo. Y ahí nacen “nuestros” problemas, porque ni el Derecho Administrativo, ni las normas que regulan los distintos procedimientos, están concebidas para regular una relación continuada entre los contribuyentes y la Administración, cuyo punto de partida sea la autoliquidación.

Si al contribuyente se le obliga a “iniciar el procedimiento” presentando una autoliquidación, este ha de disponer de todos los elementos de juicio necesarios para poder aplicar e interpretar la ley. Puede, si quiere, discrepar del criterio administrativo. Pero si lo hace, es consciente del riesgo que asume. Ahora, no.

No parece lógico que a quien se le obliga a iniciar el procedimiento no tenga derecho a conocer, a priori, cuál es el criterio administrativo. Tenga dudas, o no. De lo contrario, la obligación que se le impone es desproporcionada.

Frente a ello, no es excusa el derecho del contribuyente a formular consultas vinculantes, salvo que la Administración resolviera antes de finalizar el plazo para la presentación de la declaración, y lo hiciera teniendo en cuenta las circunstancias que concurren en el caso en concreto.

Otra opción sería, dar la opción al contribuyente para que presente una propuesta de liquidación.

Obligar al contribuyente a autoliquidar, sin conocer el criterio administrativo con relación a lo que se liquida, es condenarlo a un infierno.

Y lo es, porque el día que la Administración compruebe su autoliquidación y discrepe de su interpretación, esta hará valer sus derechos y regularizará su situación tributaria desde el minuto cero, esto es, desde el primer periodo que no haya prescrito.

Pensemos que estamos hablando de una obligación constitucional, cuyo cumplimiento exige que la Administración cumpla con su obligación constitucional de garantizar la seguridad jurídica. Se trata, por tanto, de un derecho del contribuyente.

Es cierto que cuando hablamos de interpretación conviene distinguir entre discrepancia sobre la aplicación de la norma al caso en concreto, y sobre la interpretación de la propia ley. Así, por ejemplo, no es lo mismo discrepar sobre la existencia o no de simulación en un caso en concreto, o sobre el propio concepto de simulación.

Pero siendo distintos, un legislador diligente intentaría objetivar al máximo el concepto en cuestión, garantizando así la seguridad jurídica y reduciendo el ámbito de la conflictividad.

Pues bien, si la seguridad jurídica es un derecho del contribuyente y este tiene la obligación de “iniciar el procedimiento” a través de una autoliquidación, es necesario garantizarle sus derechos regulando los efectos temporales en la aplicación de determinados criterios interpretativos (y que habrían de ser prospectivos), el derecho a conocer el criterio de la Administración antes de presentar su declaración, el concepto de interpretación razonable, y una relación de igualdad entre la Administración y el contribuyente en aquellos casos en los que, existiendo una interpretación razonable, la deuda resultante de la correspondiente liquidación no sea exigible hasta que los tribunales resuelvan el conflicto interpretativo de que se trate.

Y en este contexto, habría que regular también el arbitraje tributario, la creación de tribunales especializados, y la dotación de mayores recursos humanos y materiales a la justicia, sin olvidar la opción por presentar una propuesta de liquidación. De lo contrario, no se puede afirmar que la Administración esté garantizando el derecho del ciudadano a la seguridad jurídica.