Un cuarto de siglo de inseguridad jurídica

El otro día se me saltaron las lágrimas de alegría al leer una brevísima referencia sobre una muy reciente sentencia del Tribunal Supremo (en adelante, TS) con relación a la retribución de los administradores (Sentencia 875/2023, de 27 de junio).

La felicidad me duró apenas 15 minutos al comprobar que el tema sigue vivo y que he de esperar a que se resuelva el recurso de casación núm. 9078/2022, en el que se considera interés casacional objetivo para la formación de la jurisprudencia, determinar si las retribuciones que los administradores perciban de una entidad mercantil, acreditadas y contabilizadas, constituyen una liberalidad no deducible por el hecho de que las mismas no estuvieran previstas en los estatutos sociales, o si, por el contrario, el incumplimiento de este requisito no puede comportar, en todo caso, la consideración de liberalidad del gasto y la improcedencia de su deducibilidad.

En el mismo Auto de admisión (ATS 5670/2023, de 10 de mayo), se considera también de interés casacional objetivo determinar si, conforme al principio de correlación de ingresos y gastos, es admisible que un gasto salarial que esté directamente correlacionado con la actividad empresarial y la obtención de ingresos sea calificado de donativo o liberalidad no deducible, o si, por el contrario, dicha correlación excluye tal calificación en todo caso.

Hay que reconocer que la Sentencia 875/2023, de 27 de junio, cuyo ponente es el Excmo. Sr. D. Francisco José Navarro Sanchís, excelente jurista y Magistrado, ha avanzado mucho al respecto. Pero les sitúo. La veda la abrió una muy conocida sentencia del TS, coloquialmente conocida como Caso MAHOU, cuyo ponente fue el inolvidable y también excelente jurista y Magistrado, desgraciadamente ya fallecido, el Excmo. Sr. D. Ángel Aguallo Avilés.

Les hablo del 13 de noviembre de 2008, fecha en la que la Sentencia se dictó. El tema coleaba ya de más antiguo: 19 de diciembre de 1997, fecha en la que el acta de disconformidad se firmó y que se refería al ejercicio 1994. A la luz de esta última Sentencia (13/11/2008), el legislador, como casi siempre, se mantuvo en silencio durante un largo periodo de tiempo. En cambio, y con apoyo en la misma, la inspección tributaria empezó a regularizar un sinfín de situaciones, que, como no, suscitaron una importante conflictividad que todavía está hoy pendiente de resolver.

Nadie se acordó, ni se acuerdan hoy, que el art. 13 de la Ley General Tributaria establece que las obligaciones tributarias se exigirán con arreglo a la naturaleza jurídica del hecho, acto o negocio realizado, cualquiera que sea la forma o denominación que los interesados le hubieran dado, y prescindiendo de los defectos que pudieran afectar a su validez.

Es decir, que a los efectos tributarios, los actos o negocios se califican de acuerdo con su realidad y con independencia de cualquier defecto que afecte a su validez.

Vaya, que digan lo que digan los estatutos sociales, si la retribución del administrador responde a una verdadera prestación de servicios, debidamente acreditada y contabilizada, a efectos fiscales se trata de un ingreso para su perceptor y de un gasto para su pagador.

Pero no. Nadie, ni el propio TS, ha considerado oportuno poner dicho artículo sobre la mesa, y que regula, nada más ni nada menos, que la “calificación” a efectos tributarios de los actos y/o negocios.

Fruto de la intensa conflictividad, el legislador decidió finalmente modificar la ley. Pero la modificación fue tan poco acertada, que la AEAT continuó aplicando idéntico criterio.

Hay que decir a su favor (AEAT), que la reforma no solo no fue acertada, sino que abrió un nuevo “flanco” que el Tribunal Económico Administrativo Central aprovechó de inmediato para decir que sí, pero que no.

Sea como fuere, la reforma no sirvió para mucho, y el poder ejecutivo y el legislativo se escondieron de nuevo en su habitual silencio. Como podrán comprobar, no se trata de un tema de fraude ni de elusión, ni de una cuestión excesivamente compleja. Se trata de una cuestión meramente interpretativa; de un tema banal que afecta, eso sí, a muchos contribuyentes.

Es cierto que los fundamentos de derecho que el Auto del TS de 10 de mayo del presente año recoge, son esperanzadores. Si leen desapasionadamente las cuestiones que este plantea, y lo piensan con un poco de sentido común, hasta cualquiera de ustedes puede intuir por dónde pueden ir los tiros. Pero el derecho es tan retorcido que hasta mis propios alumnos me discuten la interpretación de las preguntas de mi propio examen. Vaya, que reinterpretan mis palabras.

Es cierto que, en ocasiones, lo prudente es esperar a que los Tribunales se pronuncien. Pero ello exige que se respete su decisión y no que se modifique de inmediato la ley para dejar claro que el criterio correcto es el que los Tribunales consideran que no es el correcto. Vaya, lo de mis alumnos. Pero lo más grave es que se incumpla el art. 9 de la Constitución que garantiza la seguridad jurídica; principio que es una obligación del Estado y un derecho del ciudadano.

Se trata de respetar el Estado de Derecho y, en defintiva, el propio sentido que el derecho tiene en una sociedad moderna. Y mi última duda.

¿Se han de destinar recursos públicos para regularizar cuestiones que son interpretables, o para luchar contra el fraude y la elusión? Ahí lo dejo. En fin; un cuarto de siglo de conflictividad.