El XIII Congreso Nacional de la Abogacía: ¿un congreso democrático?

Los días 3 a 5 del próximo mes de mayo celebra la Abogacía Española su XIII Congreso Nacional en el centro de convenciones de Port Aventura en Tarragona. La propaganda oficial lo presenta como un avance democrático y no lo es. Estas son mis enmiendas a la totalidad.

Es cierto que parte de sus actividades se dedicarán a cuatro ponencias deliberativas sobre el futuro de la profesión, que se presentarán al debate y comunicaciones de los congresistas en comisiones, hasta alcanzar unas conclusiones orientadoras de la acción de los órganos de gobierno de la profesión.

Lo que según sus organizadores vendría propiciado por el supuesto cambio producido con a la entrada en vigor del artículo 111 del EGAE de 2021, según el cual todo profesional de la Abogacía tiene derecho a participar en la elaboración de las políticas públicas de la profesión.

Sin duda constituye un paso adelante para recuperar la dignidad de nuestros Congresos y devolver a la abogacía española sus derechos políticos secuestrados durante los últimos veinte años, cumpliendo el texto estatutario y el art. 36 de la CE, tal como he venido reclamando incansablemente durante ese tiempo en cuantas tribunas como ésta tuve la ocasión.

Pero ni el formato es nuevo ni viene propiciado por un cambio normativo en la regulación del Congreso, sino por una decisión tan arbitraria (por muy loable que sea), como la tomada por el propio Consejo tras el VIII Congreso celebrado en Salamanca (2003), al cancelar dicho formato ya existente desde León (1970), para convertir nuestros congresos en ferias formativas pese a ir en contra de lo ya entonces dispuesto por el art. 76 del Estatuto de 2001, más completo aún que el 111 hoy vigente.

Pero si el formato del congreso es sólo aparentemente novedoso, también son aparentes su carácter participativo, deliberativo y democrático. Porque ocultan y olvidan sus organizadores que una ponencia para debatir en un congreso deliberativo sobre cuestiones que atañen al futuro de nuestra profesión, es una ponencia política.

No sólo por su contenido sino sobre todo porque es el propio poder corporativo el que viene obligado a someter sus políticas sobre dichos contenidos, aún sin carácter vinculante, a las enmiendas, debate, votación y conclusiones del Congreso, máximo órgano de participación política de la profesión.

De modo que resulta cuando menos folclórico que unas ponencias que atañen y comprometen políticamente al propio gobierno corporativo y que deberían aprobarse en su seno antes de ser presentadas, las componga o presente a debate quien no forme parte de ese gobierno ni lo represente.

Condición de la que carecen los ponentes a los que nuestro Consejo General ha encomendado su redacción. No porque carezcan de altura, que les sobra sino, sencillamente, porque ni son nuestro Gobierno, ni cuanto exponen viene propuesto y aprobado por nuestro Gobierno. De suerte que éste esconde tras ellos su propia responsabilidad y hurta al Congreso el sometimiento a su soberanía.

Huida que completa la propia consistencia de las ponencias presentadas, que carecen del grado de desarrollo y articulación que reclama una auténtica propuesta política que ataña al futuro y gobierno de la abogacía. Al menos en lo que toca a la ponencia regulatoria o deontológica, que centra el interés político por excelencia de la profesión en su conjunto.

Lo que nos sitúa en el territorio de la charla de café, tan lejano a los problemas que se deberían abordar y que de verdad desafían a la profesión, como la calidad tipificadora de sus normas éticas, la eficacia de la disciplina deontológica, su carácter como derecho de la competencia, la mejor construcción de la competencia funcional, el rango legal de sus preceptos o la inclusión del estatuto de la abogacía en la Ley Orgánica del Derecho de Defensa.

Apariencias participativas y huidas del poder corporativo que se extienden a la invitación que se hace a los y las congresistas a presentar comunicaciones a las ponencias, no sólo trasladando a éstos la tan aparente como indebida tarea de construirlas, que corresponde al Gobierno, sino entregándoles adulterado su verdadero derecho político a presentar, debatir y votar enmiendas a las ponencias del Gobierno.

Y finalmente la apariencia participativa de otorgar un Reglamento congresual en el que se pierde el tiempo en la defensa de las comunicaciones admitidas por la ponencia y no se regula el derecho a la votación en plenario ni éste, para las enmiendas que aún no ganando su inclusión en Comisión, superen un determinado número de votos. Un juego de apariencias que vacía de contenido nuestros derechos políticos y el pretendido carácter deliberativo del congreso en ciernes, que sólo pueden ser enjugadas en el futuro mediante el otorgamiento de un texto estatutario en el que se regule el Congreso debidamente para evitarlas.

Sus apartados deberían establecer taxativamente que: a) El CGAE deberá presentar ponencias propias sometiendo al Congreso sus políticas de futuro con la debida concreción. b) Los congresistas podrán presentar sus enmiendas a las mismas. c) Las enmiendas se debatirán y votarán en Comisión si no hubieran sido admitidas por la Ponencia. d) Las enmiendas que no se admitan en Comisión con más de un 30% de apoyo, se defenderán y votarán de nuevo en un plenario, anterior y ajeno al de clausura.

Un Consejo decididamente demócrata, lo hará.