Redistribución de la riqueza e hipocresía fiscal

Todos coincidimos cuando en abstracto se afirma la necesidad de un sistema tributario justo y redistributivo. Sin embargo, las discrepancias empiezan a surgir en cuanto pretendemos concretar a qué nos estamos refiriendo; discrepancias que alcanzan su grado máximo cuando “de mi bolsillo” se trata. Aquí, y con perdón, perdemos nuestra objetividad y se evidencia nuestra hipocresía fiscal.

Para empezar, hay que recordar que la Constitución nos obliga a todos a contribuir de acuerdo con nuestra capacidad económica a través de un sistema tributario justo, inspirado, entre otros, en el principio de progresividad.

En este contexto, el problema de nuestro sistema tributario reside en la distribución de la progresividad, considerando como tal el importe total que pagamos por todos los impuestos en función o proporción de nuestro nivel de renta.

No tengo conocimiento de ninguna información pública al respecto. No obstante, mi percepción es que la curva de progresividad se concentra mucho en las rentas medias y se diluye a medida que nuestra renta es mayor.

Quisiera recordar que la progresividad del sistema no se ha de medir en función tan solo de algunos impuestos como el IRPF o el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (en adelante, ISD), sino en función del porcentaje agregado de tributación en función de nuestra renta.

Es cierto que, a mayor progresividad en tales impuestos, mayor es el porcentaje agregado final. Sin embargo, tengo mis dudas sobre si este último es también “progresivamente” mayor que el primero, circunstancia que dependerá de la incidencia que los impuestos proporcionales tengan en el cálculo del porcentaje agregado de progresividad.

De ser cierta mi percepción, el problema no es subir o bajar impuestos, sino redistribuirlos mejor. Tarea, esta, que se puede hacer redistribuyendo mejor la presión fiscal actual, mejorarla mediante algunas modificaciones que conllevan un aumento de la misma, o ambas cosas a la vez. Si nos centramos en la segunda opción, el esfuerzo se ha de centrar en las rentas y patrimonios más altos.

En efecto; si la actual distribución de la progresividad es deficiente, es porque esta se concentra en exceso en las rentas medias, diluyéndose en las más altas. En este sentido, una de las claves radica en la incidencia que en tal distribución tienen los dividendos no distribuidos.

Si tenemos en cuenta que la tributación total de los beneficios empresariales hay que analizarla considerando el agregado del impuesto sobre sociedades y del IRPF, el porcentaje global de tributación sobre dichos beneficios depende de la distribución de los dividendos. En este sentido, el remansamiento de beneficios conlleva, eso sí, a un aumento del valor de la participación que el socio tiene en la sociedad.

Sin embargo, y en el caso de una empresa familiar acogida a los beneficios fiscales como tal, ese mayor valor de las acciones y/o participaciones no llegara a tributar nunca. Nos encontramos, pues, ante un aumento de la riqueza no gravado.

¿Y por qué? Pues primero, porque dicho valor está exento del Impuesto sobre el Patrimonio, siempre, claro está, que los activos y pasivos de la sociedad estén afectos a una actividad económica. Segundo, porque cuando tales acciones y/o participaciones se transmiten vía hereditaria o donación, su valor está también bonificado en el ISD. Y, tercero, porque cuando aquellas se transmitan con posterioridad al obligado plazo de mantenimiento, las reservas acumuladas hasta la fecha de su transmisión lucrativa tampoco tributan en el IRPF.

Dicha situación no se produce, por ejemplo, si se trata de un empresario individual, ya que, en tales casos, este tributa cada año por los beneficios que ha obtenido en el mismo con independencia de su reinversión o no en la actividad. Y dicha situación tampoco se produce en aquellos casos en los que la política de la empresa sea la de distribuir dividendos.

El tema se complica si el socio o accionista es a su vez otra sociedad. Sea como fuere, estamos ante una disfunción del sistema. La pregunta que surge de inmediato es a quién esta beneficia más; pregunta cuya respuesta no es muy difícil: a los titulares de activos mobiliarios de grandes empresas. Y la pregunta que surge de nuevo es si tal disfunción es o no justa, cuestión que nos lleva a los requisitos que nuestra legislación exige para aplicar los beneficios fiscales de empresa familiar.

Coloquialmente hablando, una empresa familiar es aquella cuyo capital y control directivo está en manos de una familia. El debate es determinar el límite o porcentaje de control; porcentaje que lo razonable es pensar que sea superior al 50% teniendo en cuenta el conjunto de participaciones que toda la familia tiene en el capital de la sociedad. Este, sin embargo, no es el criterio de nuestro legislador, muchísimamente más generoso.

No es, pues, de extrañar que el presidente Biden haya planteado gravar en determinados casos los dividendos no distribuidos, propuesta que nace en parte de la disfunción apuntada.

Pues bien; aprovechando el impuesto transitorio sobre las grandes fortunas, es tal vez el momento de valorar la conveniencia de gravar moderadamente los activos mobiliarios de determinadas empresas. Sin embargo, mucho me temo que la hipocresía fiscal se antepondrá, una vez más, a una justa redistribución de la riqueza.