El urbanismo productivo

Los pasados días 8 y 9 de octubre se celebró en la Universidad Politécnica de Valencia el II Congreso Urbanismo Productivo, en el cual tuve el honor de intervenir, junto a otros profesionales del sector, con una ponencia sobre las medidas urbanísticas en pos del desarrollo del medio rural.

Al enfocar la ponencia me asaltó de golpe la cuestión de qué entender por urbanismo productivo, pues en un primer pensamiento -quizás apresurado- podría identificarse -quizás simplistamente- con desarrollos de usos productivos, industriales, logísticos, etc.

Esta cuestión me llevó a la necesidad de buscar una definición del concepto “urbanismo productivo” que me permitiese enfocar mi ponencia desde un punto de vista distinto al que originalmente me había arrojado mi cabeza; algo por otra parte conveniente pensando que a mí me correspondía intervenir hablando, desde aquel novedoso término, del singular medio rural de mi región, Castilla-La Mancha.

Con ese objetivo, había que marcar los parámetros del concepto desde un triple paradigma:

1. El urbanismo productivo, bajo un principio de viabilidad, ha de ser necesariamente un urbanismo sostenible en su más amplia dimensión (ambiental, social y económica), y para ello no deja de estar influido por documentos tan relevantes como son la Agenda 2030 y también las Agendas Urbanas tanto nacionales como internacionales.

Se trata de un profundo cambio de modelo, preconizado en nuestro país desde la Ley de Suelo de 2007, y que huye de concepciones tan nefastas como la del “todo urbanizable” de la anterior Ley de Régimen del Suelo y Valoraciones de 1998, y el olvido de modelos pretéritos a la ciudad existente.

2. El urbanismo debe ser más controlado, y ello en un doble sentido: primero, consolidando la dirección pública del mismo frente a modelos más liberalizadores; y, segundo, a través de una mayor participación de la ciudadanía en todas sus fases, pero principalmente en la de planificación.

3. Y finalmente, el urbanismo para ser productivo debe ser más ágil y eficaz, y así huir de prácticas y metodologías que lo convierten bien en un fin en sí mismo o, cuando menos, en un instrumento poco adecuado para las actividades productivas a las que ha de servir.

Desde este último prisma, el urbanismo -para ser productivo- no puede dejar de conformar una herramienta actualizada y flexible. Herramienta en cuanto constituye un medio para cumplir los mandatos que le son encomendados alcanzar y que residen, en la persona de los poderes públicos (dirección pública del urbanismo), en nuestra Constitución: desarrollo económico (art. 38 CE); disfrute de un medio ambiente adecuado (art. 45 CE); conservación y promoción del patrimonio (art. 46 CE); derecho a la vivienda (artículo 47 CE); entre otros. En definitiva, como reza en el Preámbulo de nuestra Carta Magna, se trata de procurar una “digna calidad de vida” de la ciudadanía por medio de políticas urbanísticas, entendiendo a éstas como un asunto público, un asunto, por tanto, de todos. Y además, esa herramienta ha de ser actualizada y flexible. Es decir, no caben líneas anacrónicas estériles para responder adecuadamente no sólo a aquellos mandatos sino, a su vez, a las demandas o necesidades económicas y sociales en que aquellos se concretan en cada momento.

Siendo esas necesidades diversas y cambiantes en modo constante, principalmente aquellas que devienen de los operadores económicos en una sociedad cada vez más plural y globalizada, la respuesta que se exige hace que el urbanismo -que quiera ser productivo- precise recabar para sí una consustancial y creciente flexibilidad y agilidad que lo convierta, también, en un instrumento al servicio de las inversiones productivas y sostenibles.

Se trata, en suma, de producir a través del urbanismo. Producir políticas que materialicen la consecución efectiva de esas necesidades cambiantes y diversas que, por medio de líneas de acción marcadas en forma de objetivos de desarrollo sostenible (ODS), alcancen y consigan la materialización de esos esenciales principios de nuestra Constitución y, en definitiva, que logren la aludida digna calidad de vida de las personas a que se refiere su Preámbulo. Los escenarios para ello son totales: las urbes y los territorios, y, dentro de éstos, en particular, los entornos rurales con sus particulares necesidades e idiosincrasias. Y para ello no cabe una línea de acción única pues colisionaría con la pluralidad y diversidad del universo territorial a regir, no solo en nuestro país, sino también en ámbitos superiores, pero también en otros más reducidos. Lo que sí es claro es las normas que rijan las actuaciones en la materia, además de permitir esas notas de flexibilidad aludidas antes (a la que hay que sumar la exigida por la diversidad territorial a abarcar), han de recoger inequívocamente aquellos principios y referentes.

Y no quedarse solo ahí. La incorporación de esas referencias a toda norma ordenadora de la cuestión ha de venir seguida inmediatamente de su más efectiva aplicación práctica por parte de todos los operadores que intervienen en las distintas fases de todo proceso urbanístico y territorial, y ello desde postulados tan nítidos como los que expresó, por ejemplo, en Castilla-La Mancha la exposición de motivos de la Ley 1/2021, de 12 de febrero, de Simplificación Urbanística y Medidas Administrativas, cuando propugnó “...la práctica de un urbanismo más racional, centrado en la realización del interés general que le es intrínseco, que se debe a la ciudadanía, y que ha de estar dirigido fundamentalmente a la conservación de nuestros recursos naturales -el suelo entre ellos- y, por ende, la regeneración y renovación de los tejidos urbanos existentes, virando definitivamente derroteros de otros tiempos...” Ahí está el reto.