Hacienda sí éramos todos: un relato personal

Otoño de 1978. Me acababa de incorporar al despacho de mi padre una vez finalizada mi primera carrera universitaria. Iniciado el nuevo año, tuve que afrontar ya mi primera inspección. El asesor del cliente había fallecido y le solicitó a mi padre que yo interviniera. ¡Vaya responsabilidad! Se trataba de la comprobación de la regularización de balances al amparo de la Ley 50/1977. ¿Se acuerdan?

Siempre me acordaré de ese primer inspector. Bajito, serio, y de tez oscura. De pocas palabras. Algo ya mayor para mí (en torno a los 60 años). Vestía siempre de oscuro y con corbata. No le faltaba su abrigo de color gris y un sombrero a juego con su vestimenta. Educadísimo.

El inspector pedía y pedía documentación y justificación de casi todo. Las visitas duraban toda la mañana y alguna que otra tarde. Nos citábamos casi siempre en el domicilio de la empresa, cuyas instalaciones visitó minuciosamente. Yo me sentaba enfrente de él, sin hablar. Solo contestaba a sus preguntas y le ofrecía café y agua. Pero yo era feliz. ¡Estaba pasando una inspección! Eso es de mayores, me decía yo.

Después de varias semanas y fruto del “roce”, se estableció la lógica relación entre ambos. Le recogía en coche por su casa para ir juntos a la empresa y en el trayecto hablábamos de todo, menos de la inspección.

Tomábamos también un café a media mañana. Había confianza. Después de unos meses me dijo: “eres todavía muy joven, pero un día aprenderás que más vale fidelizar a un cliente que perderlo”. ¿Y qué quiere usted decir?, le pregunte yo. Y me respondió: “que es preferible conservar a un contribuyente, que perderlo”. No le entiendo, respondí. Y me dijo: “pues que mi obligación es regularizar a tu cliente sin olvidar que lo importante es que continúe presentando sus declaraciones y que no tenga la tentación de defraudar”.

Tras muchos meses, llegamos enseguida a un acuerdo sobre los conceptos que había que regularizar. No hubo por su parte interpretaciones forzadas ni al límite. Aquello que era interpretable, lo admitió tras mi explicación razonada y razonable. Todo era de sentido común. Nunca surgió nada que no fuera lo normal. Se centró en lo evidente. En lo que no cabía discusión alguna. Eso sí. Nunca imponía su criterio.

Se limitaba a exponerlo y a que yo le diera mi opinión. Escuchaba con atención y fundamentaba su respuesta. No había tensión. había diálogo. El cliente, asombrado, cambió su opinión sobre Hacienda y lo explicaba con orgullo a sus amigos y empresas del sector. Se firmó, claro, en conformidad. Y así podría explicar muchas inspecciones de la primera década de los 80. La clave de todas: confianza y diálogo.

Recientemente, en mi última inspección, el actuario, muy correcto y respetuoso, me comentó el mismo primer día de las actuaciones, que, siguiendo instrucciones -que ni me enseñó ni las he visto- me iba a regularizar por determinado concepto. Fue tan sincero que me dijo que no perdiera el tiempo en explicarle nada. Para tranquilizarme, me indico, eso sí, que si no estaba de acuerdo podía recurrir. “Avalando”, dije yo. Y añadí: “la regularización va a plantear una salvedad en la auditoría, y muy probablemente la obligación de presentar concurso de acreedores”.

Eso sí. No me impuso sanción porque se trataba de un tema interpretable (para la AEAT, claro). Nada pues vinculado al fraude o a la elusión.

43 años nos separan entre una y otra. La única diferencia es que antes había confianza mutua y diálogo y hoy hay desconfianza y, salvo excepciones, imposición de criterios. Ha cambiado pues la actitud.

Antes se confiaba en Hacienda. Teníamos seguridad de lo que aconsejábamos a los clientes. Trabajábamos con ilusión. La fiscalidad nos absorbía. Disfrutábamos con ella. La recaudación no era el objetivo no escrito de la inspección. La presunción de inocencia se cumplía. En definitiva, Hacienda sí éramos todos.

Hoy, no. Hay tensión. Los clientes dudan de nosotros. Tanto, que piden segundas opiniones. No hay confianza mutua entre la AEAT y los asesores. Aquella duda de nuestra honestidad e imparcialidad, y nosotros dudamos de la imparcialidad de los funcionarios al servicio de esta. La presunción de inocencia ya no existe.

Antes había colaboración. Hoy, confrontación. La conflictividad es hoy lo habitual. De la seguridad jurídica de antaño, hemos pasado a “sacarle punta” a la inseguridad jurídica y a la defectuosa técnica legislativa. Se vive de la forzada interpretación al límite.

La Administración, claro. Nosotros no. Al contrario. Nos hace perder clientes, nos inmoviliza tiempo, y las reclamaciones judiciales son difíciles de explicar porque para el cliente la culpa es nuestra. Las empresas, por su parte, paralizan su toma de decisiones y se frena la creación de riqueza. Y sí. Es cierto. Todo es mucho más complejo y difícil que antaño. Pero no por ello la actitud ha de cambiar. Al contrario.

Sorprende, también, que exfuncionarios que ejercen ahora de asesores hayan cambiado su actitud ante una misma realidad. O la desconocían entonces, o la presión de los objetivos u otras circunstancias les condicionaba en su actuación. Sea como fuere, hay que reflexionar también sobre sus causas.

Es necesario, pues, cambiar la actitud y apostar por la confianza y el dialogo. Por la colaboración. De lo contrario, la conflictividad frenará la creación de riqueza hasta límites insostenibles para mantener el Estado de Bienestar.