El nuevo Código Deontológico de la Abogacía (XXX). Arts. 14.3 y 18 (y3)

No sé si se han fijado, pero más allá de la afirmación inconcreta de que pagamos muchos impuestos, los únicos tributos de los que somos capaces de concretar su coste son básicamente tres: el IBI, la plusvalía municipal, y el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones; tributos, curiosamente, que no son los que más castigan nuestros bolsillos ni los que en términos relativos más recaudan.

Sin embargo, no somos capaces de cuantificar todo lo que pagamos por IVA o por los impuestos que se esconden tras el precio del combustible, el tabaco o el alcohol. Se nos hace incluso difícil conocer el importe exacto que pagamos por IRPF. Recordamos, eso sí, lo que nos devuelven o lo que acabamos pagando.

Pero no nos acordamos normalmente de lo que nos han retenido durante el año; retenciones, por cierto, que muy sutilmente se nos van descontando de nuestros ingresos poco a poco y de forma troceada.

Tampoco somos conscientes de otro sin fin de tributos que pagamos, como el canon del agua o los recargos municipales, además del nada despreciable importe del cada vez mayor número de tasas. En definitiva, pagamos mucho, pero somos incapaces de concretar cuánto. Vivimos, en suma, en una absoluta ignorancia fiscal.

Pero a poco que pensemos, nos daremos cuenta de que la única diferencia entre la plusvalía municipal y los impuestos especiales, esto es, entre los tributos cuya cuantía percibimos con claridad y los que nos cuesta concretarla, es su transparencia. Mientras que los primeros los pagamos directamente de nuestro bolsillo y sin intermediario, los segundos nos los “cobran” a través de un intermediario dificultando así su perfecta visualización; su transparencia.

Sí, es cierto; en el tique del bar consta el IVA que pagamos, pero lo que nuestro cerebro retiene es el coste total del café. Y sí, lo sé, en la hoja de nómina consta también lo que nos retienen, pero nuestro cerebro interioriza tan solo el neto de cada mes. En cambio, cuando pagamos la plusvalía municipal no hay engaño posible: su importe es el que es. Sin intermediario; sin troceo fiscal; sin tapujos. En este contexto, no es de extrañar que el éxito de nuestro sistema tributario sea el mecanismo de las retenciones o de la intermediación. Y lo es porque es la forma más elegante y anestesiante de trocear o fraccionar el pago de nuestros impuestos a través de un intermediario cuya intervención hace más difícil la percepción psicológica y concreta de qué y cuánto pagamos en cada momento.

Vaya, para entendernos; de lo que estamos pendientes al final de cada mes es de si hemos cobrado la nómina, pero no de cuantos impuestos hemos pagado por ella. E insisto, soy consciente de que hay formas de averiguarlo, pero nuestro cerebro se comporta como se comporta.

De hecho, en la información que se nos proporciona para confeccionar la declaración por el IRPF figuran los importes que durante el año hemos anticipado por dicho concepto, aunque tal información, recordémoslo, es tan solo parcial y no agregada.

Llama pues la atención que, en un periodo marcado por la transparencia, esta brille fiscalmente por su ausencia. En efecto; ni se nos proporciona de forma proactiva, fácil y didáctica los datos sobre el importe agregado de los impuestos que de media pagamos, ni es nada fácil acceder a la información del coste por ciudadano de los distintos servicios públicos que financiamos, ni conocemos su distribución por niveles de renta. Y lo que es más grave, no conocemos la eficiencia en su gestión, ni su eficacia, ni el coste de las duplicidades, ni el despilfarro en inversiones, ni un largo etcétera.

Por otra parte, las retenciones y/o la intervención de intermediarios producen de hecho un efecto psicológico similar a la vía T de las autopistas: sabemos que pagamos, pero no somos capaces de concretar cuánto. Es, incluso, una cierta percepción psicológica de “gratuidad”. Piénsenlo.

Pero si reflexionamos un poco más, nos daremos también cuenta de que las retenciones son innecesarias. Y lo son porque lo importante es que Hacienda tenga la información de quien ha percibido ingresos. Los retenedores no son pues necesarios.

Es el propio contribuyente quien habría de asumir la responsabilidad de pagar sin intermediario. Pero claro; de ser así, el universo de contribuyentes a controlar se multiplica y seguramente también su coste. Pero lo que sí cambiaría es a quien dirigirse en caso de incumplimiento: al propio contribuyente, y no al intermediario. Y claro, eso hace daño. Dirigirse al intermediario es sin duda más fácil y menos conflictivo, aunque fomentar una verdadera conciencia tributaria exige lo contrario.

Esta falta de transparencia proactiva, fácil y didáctica hay que vincularla también a la percepción de gratuidad de los servicios públicos que aminora nuestro rechazo a los impuestos porque los vinculamos a la prestación gratuita de determinados servicios como la sanidad o la educación.

Pero nada más lejos de la realidad. Los impuestos son, coloquialmente hablando, el pago del coste de tales servicios, incluidos, entre otros, las rentas de inserción, las subvenciones, el mantenimiento de las autopistas, etc. Y de ahí, precisamente, que la información sobre el coste por ciudadano de las distintas políticas públicas y de su eficacia y eficiencia, sea muy relevante.

Pero no. Nuestro sistema tributario se basa en el desplume, inconsciencia y falta de transparencia proactiva, fácil y didáctica que alimentan, sin límite, la percepción y demanda de gratuidad. Perverso.