Una leyenda tributaria

Hoy me voy a divertir lanzando un acertijo como el que la malacostumbrada esfinge le soltó a Edipo en la conocida leyenda: ¿qué diferencia a un retrete de un retret tributario? Acaso la respuesta sería la misma que el que dio el que pasaría a ser rey de Tebas al oráculo, cuando este le dijo “son dos hermanas, siendo que una de ellas engendra a la otra y, a su vez, es engendrada por la primera”. Efectivamente, en ambos casos, la respuesta sería la misma: “la noche y el día”.

Un retrete tributario es para mí, desde hace no mucho, un símbolo de virtuosidad funcionarial. Una manera de aceptar las opiniones contrarias, por muy críticas que sean, como parte del juego en el que vivimos los habitantes del ingrato universo tributario.

Hace un par de semanas saltó la noticia de que, de entre las novedosas pretensiones prelegisladoras emanadas de las mentes pensantes de la Agencia Tributaria, sobresalía una consistente en que un lugar de la vivienda protegida constitucionalmente frente a las intromisiones ilegítimas fuera considerado hábil para llevar a cabo tareas inspectoras. En otras palabras, para contrarrestar los nocivos efectos que para los intereses del fisco -que no juzgo aquí- ha tenido la reciente jurisprudencia del TS sobre entrada y registro domiciliar, se pretende darle el carácter de no protegido constitucionalmente a un espacio de toda vivienda.

En la noticia que leí se dudaba sobre qué apartado de una residencia podía considerarse como tal domicilio no protegido, a lo que yo respondí con un trino irónico en el que señalizaba como lugar idóneo a estos efectos al retrete pues, con este galicismo con el que hoy calificamos al baño, originariamente se denominaba al cuarto donde las familias se retiraban a descansar, es decir, el excusado de la tercera acepción de la RAE o el cubiculum secretum latino.

Esperaba la reacción airada de algún funcionario pero, la realidad, es que tuve un par de respuestas de lo más agradables. La primera, particular, mostrando una inocente sorpresa por mi aparente exabrupto, a la que respondí dando las explicaciones etimológicas expuestas. La segunda, pública, dándome cumplida respuesta en francés a mi chistosa apuesta de espacio no protegido. No hay nada como debatir, con sorna o sin ella, con personas lo suficientemente inteligentes como para aceptar las críticas y reírse de si mismos. Desgraciadamente el sentido del humor no abunda, y eso me obliga a acabar mi columna con la némesis de lo expuesto, cambiando el retrete por un retret -en catalán, reproche- tributario.

Hace unas semanas apareció en el despacho un viejo empresario que, en plazo voluntario había presentado su renta del 2020 pero alguien, meses después, le había presentado en su nombre una complementaria, espuria, suplantándole la personalidad. El hombre se había enterado “gracias” a una providencia de apremio que le había llevado a recargos, embargos, recursos extemporáneos, etc. Lógicamente, acudió a la policía a denunciar los hechos pero, los mismos agentes, le dijeron que la mejor manera de conocer al delincuente en cuestión era pedir la IP a la AEAT, esto es, la dirección electrónica del servidor desde el que se remitió la declaración en cuestión.

El ciudadano fue de inmediato a su delegación de Hacienda reclamando esa información y, desde entonces, no supo más del tema. Al poco tiempo, el preocupado caballero recibe una comunicación de inicio de actuaciones de inspección parcial respecto a su IRPF pero, ¡oh! ¡sorpresa!, justo incluye los tres períodos impositivos no prescritos que no se corresponden con el de la declaración fraudulenta. Qué casualidad, ¿no? ¿O no tanta? ¡Seré malpensado! Pareciera una actuación administrativa impropia a la buena administración que los antiguos denominábamos confianza legítima.

Cuando conseguí hablar con la instructora del expediente, quedó en evidencia que conocía perfectamente la actuación presuntamente delictiva que se había producido frente al contribuyente. Es decir, deliberadamente se había seleccionado inspeccionar al señor en cuestión en ejercicios que no obligaran a la Administración a ayudarle a resolver un presunto delito cometido, para más inri, en materia tributaria.

Ante mi petición de explicaciones, teniendo en cuenta el deber de denuncia que prevé el Código Penal para los funcionarios públicos, recibí esa respuesta que ningún ciudadano debería recibir de un servidor público. Una frase que supera la tradicional -“a nosotros el Supremo no nos vincula”-. A saber: “déjeme tranquilo, que tengo mucho trabajo y no le puedo atender”. ¡Como lo oyen!

Mi respuesta fue un escrito digno de un manual de psiquiatría aplicada a los tributos: una solicitud de ampliación de los períodos impositivos objeto de investigación para que alcanzaran, así, al ejercicio en el que se había manipulado una declaración del contribuyente.

Lógicamente, tan freudiana solicitud no se encuentra regulada por la normativa procesal- tributaria, que parte de la base de que la actuación de la Administración se encuentra presidida por la buena fe, alejada pues de la desviación de poder que supone el tapar los ojos a la colaboración con la autoridad policial para resolver un delito.

Tan poca sensibilidad, tal omisión de un deber amparado por la Constitución y el código penal merecerían una queja ante el defensor del contribuyente que prefiero sustituir, con el mismo escarnio con el que actúa la lista de deudores tributarios, por este reproche tributario.

Noche y día. Ni Edipo se enamoró de su madre, ni Diógenes acumulaba basura. Leyendas versus realidades. Tributarias o no.