El nuevo Código Deontológico de la Abogacía. (XXX) Arts. 14.3 y 18 (y3)

Finalizan la trilogía dedicada a los arts. 14.3 y 18 del nuevo Código Deontológico -CD-, mis comentarios críticos a la derogación condicionada de las obligaciones éticas que contienen, la técnica de su fórmula jurídica y sus posibles causas, una vez analizados dogmáticamente en las dos entregas precedentes su tipo de injusto y los elementos de éste.

Recurre el legislador una vez más para derogar la prohibición ética de cobrar o pagar comisiones por el tráfico de clientela (envío, recomendación o captación) a una técnica que gusto calificar de “vaticana” por su sofisticada hipocresía: mantener la prohibición y al tiempo establecer una excepción tan unilateralmente accesible a quienes están llamados a observarla como irrelevante en relación con su tipo de injusto, que la hacen descaradamente aparente.

En efecto, en ambos casos dicen los preceptos estudiados que los pagos por tráfico de clientes están prohibidos “salvo que se informe al cliente de ésta circunstancia”. Siendo de llamar la atención en primer lugar, que la salvedad no requerirá la conformidad expresa del cliente ad solemnitatem, en un a modo de “consentimiento informado” en la Hoja de Encargo.

Aunque es cierto por el contrario que quien pretenda exculpar su posible tráfico lucrado de clientela ante una queja deontológica, bajo la salvedad de haber informado a su cliente de dicha circunstancia, tendrá que acreditar haberlo efectuado con al menos un principio de prueba por escrito o una potente prueba indiciaria, pues lo contrario sería tener por derogada la prohibición a voluntad del infractor o infractora.

Siendo sin embargo lo más llamativo de la excepción derogatoria comentada, su triple felonía. La primera de las cuales es tener por redentora de la contravención de la prohibición una acción que no lo es, pues a ningún jurista se le ocurrirá sostener que publicar la comisión de un delito pudiera exculparla y, menos aún, comunicarla a alguna de sus víctimas. Pues dicha publicación, sólo puede convertir en conocida una acción o a su autor, que antes no lo eran, pero en modo alguno modificar su naturaleza antijurídica, que en modo alguno lo era por desconocida.

La segunda, tener por redentora una acción que lejos de remediar el injusto no hace más que aumentar su indignidad, pues publicarla la hace aún más indigna o denigrante que cuando era desconocida, al destruir la confianza que con ella pretendíamos ganar o conservar. Especialmente si la comunicamos a aquél en cuya confianza estamos más interesados y más llamados a preservar.

Y la tercera que la acción derogatoria no va dirigida a preservar la leal competencia entre profesionales de la abogacía que constituye el bien jurídico principal protegido por la norma, sino a hacer cómplice de su infracción al sujeto del tráfico desleal de clientela en que consiste.

Complicidad que se consuma doble y reforzadamente si una vez informado el cliente éste confirma el encargo, pues si bien parecería enjugado residualmente el daño a la libertad de elección de abogado del justiciable, éste elige al que practica la actividad que daña la competencia desleal no redimida.

Siendo el broche de oro de tan disparatada disposición, el hecho de que con la mera información quede desactivado el injusto, pues en el supuesto de que el justiciable quedara escandalizado por tan reprobable conducta como traficar con su interés por casusa de la justicia y decidiera denunciar los hechos de una infracción que, como en el caso del cohecho, resulta necesariamente de ejecución anticipada, éstos habrían quedado despenalizados ex post por su mera comunicación.

En definitiva un compendio de trampas de ingeniería truhanesca, en el que la ética brilla por su ausencia, en una norma que sigue aparentando promoverla. Especialmente si se repara en su causa, pues ésta no se encuentra como siempre en que constituya una “barrera” para la libre competencia, ya que lo es por el contrario de la competencia desleal, sino que busca precisamente prostituir el mercado dando carta blanca sin riesgo a la entrada en él de intermediarios y comisionistas.

En efecto excluidas ya las sociedades de intermediación del imperio de la Ley de sociedades profesionales (2/2007 -LSP-), el mercado se inundó de sociedades de intermediarios o plataformas de captación y tráfico de clientela bajo comisión para el ejercicio de la abogacía low cost, hoy ya de general conocimiento.

Pero estando regulada dicha exclusión no por su texto normativo, sino por el apartado segundo de su exposición de motivos, que además las define, es decir, en un lugar y en una ley que no son los llamados a dichos menesteres con seguridad y en términos jurídicos que luego y además vienen desmentidos por su propio artículo 1, no andaban aquellas muy tranquilas a la vista de la vigencia de los preceptos comentados de nuestro CD que, además, dejaba a los pies de los caballos a los abogados internos contratados a comisión por dichas plataformas, al no ser sociedades.

La presión del lobby debió ser tan descomunal que el legislador le acabó regalando el sueño a cambio del engendro jurídico y ético que hoy comentamos. Bueno, o la presión del lobby ya fue para cuando la LSP y la reforma del CD objeto de nuestro estudio ya formaba parte de un plan por etapas.

En cualquier caso, una vergüenza de la que es necesario dejar aquí constancia para que sepan que lo sabemos.