El juramento de Vitruvio

Hace escasos días, con ocasión de la Feria del Libro de Madrid, uno de los funcionarios de mi Ayuntamiento me regalaba el libro España fea (Ed. Debate, 2022) del periodista Andrés Rubio. En el prólogo de este libro, suscrito por el arquitecto Luis Feduchi, se da razón ya de los objetivos de esta obra. Se trata de una “llamada a toda la sociedad para situarse contra las políticas urbanísticas, pero especialmente las de promoción turística vigentes. (...) la fealdad de España se presenta como evidente del eclipse de su belleza y clara advertencia previa a su desaparición.” Algo frente a lo siempre, hoy también, se debe reaccionar y confrontar, por ejemplo, tomando conciencia a través de lecturas como esta. De este modo, “de la lectura de este libro uno reconoce la necesidad de ese abordaje pluridisciplinar, pero también de que las soluciones pasan por un gesto transdisciplinar, una estrategia o plan que recorra todas las especialidades.”

El hecho de que te regale uno de tus funcionarios un libro de estas características, presidido con el subtítulo “el caos urbano, el mayor fracaso de la democracia”, ya es de por sí significativo de su relevancia en nuestra sociedad, pero, en esta ocasión, además venía con la dedicatoria manuscrita “para que los lodos del pasado eviten los barros del futuro”. Sin duda la intención del funcionario era manifiesta e iba más allá del gesto, dada mi actual calidad de responsable y servidor público. Desde el inicio de su lectura, el libro se muestra crudo y contundente en una dialéctica de hechos y propuestas que conforman un mensaje único y directo: Todos somos responsables de los desvaríos urbanísticos que han recorrido y destruido a nuestro país y todos somos responsables de reaccionar frente a los mismos y propiciar su (posible) reparación.

Las líneas que componen el prólogo de Feduchi no se mantienen ajenas a esta línea, pero lo hace además desde la condición de su autor de arquitecto y dirigiéndose a los arquitectos como colectivo al que señala como claramente responsable de dicha destrucción, sino, señala, como “ejecutores” de la misma. El texto pone al colectivo “en la picota” pues, en él -refiere el prologuista-, “no solo (se) denuncia su “estrepitoso fracaso” sino que argumenta la necesidad de desmontar el mito asociado a dicha profesión, devorada no solo por el poder, sino también por el sector inmobiliario.” En esta idea iba pensando tanto a la ida como a la venida del acto de entrega de los I Premios de Arquitectura y Urbanismo de Castilla-La Mancha, organizado por el Colegio regional de Arquitectos en Ciudad Real, y donde, fuera de una “España fea”, se buscaba el reconocimiento de un buen puñado de profesionales por su buen hacer en su quehacer diario. El que dicho elenco estuviera encabezado, con un reconocimiento al conjunto de su carrera, por D. Rafael Moneo daba aún mayor relevancia que cabe al acto y ponía, a la vez, en mi cabeza la tensión entre las practicas premiadas y las que denunciaba la obra de Rubio.

De este modo, se acababa de ampliar lo que inicialmente había constituido para mi el destinatario subjetivo de las páginas de “España fea” y por ende los grandes responsables de los fracasos que se describían en las mismas: los políticos y los funcionarios; dos colectivos que conformaban el concepto de responsables públicos o, como a mi me gusta más llamarnos, los servidores públicos. Por supuesto, aquellos que estamos, de uno u otro modo, dentro de la Administración somos los principales responsables que la res pública urbanística guarde y ponga en valor los principios -comenzando por los constitucionales- que han de regir lo que el artículo 2 de la norma urbanística castellano-manchega llama la “actividad urbanística”. Pero dicha actividad no comprende sólo -y hablo ahora desde el ámbito objetivo- lo que los artículos 4 y 5 de dicha norma llama “actuación pública territorial” y el 6 “actividad pública urbanística” y el 7 “actividad administrativa urbanística”; hay también, en efecto, un artículo 8 que se refiere a “la participación de los sujetos privados” y que habría que llevar más lejos de los dictados que contiene el propio precepto. La “res urbanística” es, por supuesto, pública pues las Administraciones públicas tienen confiada, en virtud a su relevancia, su administración y tutela, algo que, además, desde nuestra Constitución, les mandata a intervenir en ella para evitar los posibles efectos negativos que en cada momento cause un sistema económico como el nuestro igualmente reconocido en la Carta Magna.

Pero en dicha labor no pueden ni deben caminar solos. El conjunto de la ciudadanía ostenta y reclama su derecho a la participación en una materia donde se decide, fundamentalmente, su “suelo” parafraseando el poema de Pedro Salinas, “ni más, ni menos”, que su modo y su calidad de vida. Y dentro de esa ciudadanía, de esa sociedad, son sujetos especialmente responsables los técnicos, arquitectos, ingenieros y otras profesiones, que desarrollan su labor en esta materia. Y ello, por cuanto por más que se mueva el ámbito privado de su profesión, ésta, en su actividad, tiene un destino público en cuanto se integra finalmente como manifestación de la actividad urbanística, y ello no tanto -que también- por recibir de uno u otro modo la aprobación o autorización de la Administración competente sino, yendo más allá, por cuanto el resultado de dicha actividad se integra, además de un modo cuasi permanente, en el acervo de nuestra sociedad en forma de inmuebles que recogen algo más que el uso al que vayan destinados por cuanto conforman algo tan esencial a nuestra existencia como es nuestro hábitat, nuestro territorio y nuestras urbes: Hábitats que suponen la sede de nuestros recursos de todo tipo, en particular los naturales; territorios en los que nos interrelacionamos con nuestros semejantes en un mundo cada más globalizado; y urbes y ciudades que constituyen nuestro ecosistema natural de vida.

Si la puesta en valor y la protección de los hábitats, los territorios y las urbes no lo consideramos una tarea de todos, y aún más si cabe de los profesionales que trabajan en las materias que de estos elementos se ocupan (ambientalistas, ingenieros, arquitectos, abogados, etc.), no conseguiremos nunca los objetivos ni de su protección ni de su recuperación y por el contrario seremos todos responsables de ese caos urbano que Rubio señala como el mayor fracaso de la democracia. Por ello, todos, también los profesionales, deberíamos de hacer, a modo del hipocrático, el Juramento de Vitruvio al que se refiere Feduchi en su prólogo de España fea: Unir ética y conocimiento con el único propósito de lograr el bien y la salud de nuestro planeta y de sus habitantes. Algo que nos convertiría en reales servidores públicos.