Lágrimas negras (de un fiscalista)

El último trimestre de 1977 me inicié como fiscalista. Justo con la entrada en vigor de la Ley 50/1977, de 14 de noviembre, sobre medidas urgentes de reforma fiscal y que fue el pistoletazo de salida de la primera reforma fiscal tras la dictadura.

Recuerdo una época de ilusión. Nos pasábamos el día leyendo la nueva normativa. Consultando. Contrastando. Asistiendo a conferencias. Era una época en la que la contabilidad era tan popular como inexistente. Todo estaba por hacer. La gente quería cumplir. Tenía ilusión. Creían en aquello de que “Hacienda somos todos”.

Soy de la época que vivió la aprobación de las “etiquetas”. Una revolución en todos sus sentidos. Vaya, el inicio de tenerlo todo controlado. Pero la colaboración entre la Administración y el contribuyente era total. Existía respeto y unas enormes ganas de llegar al corazón (y a la cartera) del contribuyente.

Soy de los que han vivido más de una década con el Impuesto General sobre el Tráfico de las Empresas y el Impuesto sobre el Lujo, y de los que vivimos con pasión la entrada en vigor del IVA en un contexto de lo más trágico que uno se puede imaginar. Apenas tres meses para estudiar la nueva ley. Pero Hacienda fue comprensiva durante su puesta en marcha. Todos pusimos de nuestra parte.

Yo, entonces, disfrutaba, y pasaba mucho tiempo leyendo libros y revistas técnicas. Hasta me atreví a escribir algún que otro libro y algunos que otros artículos. Además, la Universidad era un perfecto escenario para aprender de los alumnos.

Hoy, muchos años después, contemplo la situación de los clientes que empezaron entonces junto a mí y que todavía confían en mi asesoramiento. El panorama es desolador. Aunque no se lo crean, y salvo excepciones, la mayoría del patrimonio de aquellos clientes, empresarios todos, se ha ido menguando. La mayoría de las pymes tienen serias dificultades de relevo generacional. Los hijos no ven el futuro que sí veían sus padres, abuelos, y hasta bisabuelos. Una gran parte de ellos aspira a tener lo máximo posible con el menor esfuerzo posible. Y, lo que es más triste, la mayoría de las empresas, pequeñas, medianas y grandes, creen estar trabajando para Hacienda y viven, o así lo sienten, en una burocracia asfixiante e inmersos en una amalgama de obligaciones que parecen estar concebidas solo para sancionar. El “espíritu” empresarial está en horas bajas.

Y que decir tiene la relación con Hacienda. Les he de confesar que, aunque todavía no sé el porqué, la situación es muy preocupante sin visos de solución.

En un país cumplidor como España, porque el grado de cumplimiento es ejemplar, es imposible cumplir con certeza. La inseguridad jurídica impregna nuestro día a día. Y eso, claro está, desincentiva la inversión y la creación de empleo y riqueza. Y más todavía, si se estigmatiza negativamente la riqueza.

Mientras que al contribuyente se le obliga a tirarse a la piscina sin protección de ningún tipo, Hacienda se toma su tiempo para pensar con detalle cuál es la mejor interpretación de la norma y aplicarla mucho después de su entrada en vigor. Como no puede ser de otra forma, al contribuyente se le sanciona por haber incumplido y, salvo que aporte garantías, se le obliga a pagar, aunque interponga una reclamación. Y ahí empieza el viacrucis de la justicia. Y si el Tribunal da un varapalo a Hacienda, la ley se modifica para que no haya más varapalos.

Por el contrario, el contribuyente ha de soportar los desprecios del legislador. El 720, la amnistía fiscal, los pagos fraccionados por el Impuesto sobre Sociedades, el céntimo sanitario, la inclusión de las subvenciones en el denominador de la regla de la prorrata, la plusvalía municipal, los préstamos hipotecarios, y un largo etcétera del que nadie responde y cuyo único agraviado es el contribuyente.

Y a todo ello, hay que añadir que después de casi 25 años todavía no sabemos cómo tributan los administradores, los socios profesionales, las televisiones públicas, y muchos pequeños detalles que parecen no tener importancia, pero que impiden cumplir con certeza y generan desafección.

Los mal intencionados envidian al asesor por los muchos pleitos que se nos presuponen. Personalmente, preferiría no tenerlos porque para el cliente, no lo duden, son consecuencia de mi mal asesoramiento.

¿Fiscalidad participativa? Me he cansado tanto de repetirlo, que ya no creo en ella. Vivimos en la controversia. No en la prevención. Lo importante es recaudar. No hay verdadera voluntad de diálogo en el sentido de ponernos en un mismo plano de igualdad y practicar verdadera política de prevención. Con plena confianza y respeto mutuo. Trabajando conjuntamente. De la mano.

Lo triste es que, mirando con perspectiva, estoy convencido de que el asesor es el protagonista de ese elevado cumplimiento. El responsable de que no se haya producido una verdadera revolución fiscal.

Quien practica una permanente pedagogía fiscal con sus clientes. Pero parece que para lo único que servimos es para cumplir y no discrepar. El asesor vive agazapado en su soledad. En su impotencia. Su credibilidad está en entredicho. Y esto el mercado lo percibe porque cada vez hay menos profesionales que se quieran dedicar a la fiscalidad.

Yo, al menos, ya he aconsejado a mis hijos que no continúen con esta profesión. Y yo, claro, junto a mis clientes de toda la vida, aspiro tan solo a jubilarme. Sin acritud, eso sí, pero sin excesiva gratitud más que por los muchos amigos que he hecho fuera y dentro de la Administración.