Redistribuir, predistribuir y progresividad

La redistribución es uno de pilares esenciales para reducir y corregir las desigualdades económicas que se producen consecuencia de la distribución primaria de la renta.

En un plano teórico, es cierto que, si la igualdad de oportunidades y la libre competencia operaran correctamente, no sería necesario ninguna redistribución coactiva posterior.

Sin embargo, lo cierto es que los supuestos de vulnerabilidad social, como la pobreza o el desempleo, son consecuencia de fallos del mercado que las políticas redistributivas pretenden corregir.

La redistribución se vincula además a la progresividad, en concreto, cuando de lo que se trata es de financiar políticas universales del gasto como por ejemplo la sanidad.

Por el contrario, cuando de lo que se trata es de financiar políticas selectivas de gasto, esto es, de un colectivo en concreto (los desempleados, por ejemplo), la progresividad opera en el propio diseño de tales políticas. Ocurre, sin embargo, que mientras la redistribución a través del gasto se admite sin excesivos problemas, la redistribución a través del ingreso es mucho más difícil de entender.

Me explico. El hecho de que quien más renta tiene, más ha de pagar, nadie lo cuestiona. Es infalible. Pero el siguiente paso, ya tiene sus detractores. En efecto; el hecho de quien más renta obtiene más ha de pagar en términos absolutos y relativos, no se acepta ya con normalidad.

Y no se hace por su cierta connotación ideológica y la falta de parámetros objetivos para medir la progresividad optima. Conviene pues preguntarse si la progresividad se ha de vincular a la existencia de tipos progresivos.

Y mi respuesta es que no. La progresividad se puede también conseguir a través del diseño del propio impuesto, y a través de políticas selectivas de gasto.

Pero volvamos al tema de la redistribución. Es obvio que las políticas redistributivas tienen para el ciudadano un coste: los impuestos. Por tal motivo, lo prioritario habría de ser una justa predistribución primaria de la renta, en lugar de una redistribución posterior de la misma.

El objetivo, no lo olvidemos, no es la igualdad, sino la inequidad en términos de derechos y oportunidades que imposibilita a personas o a grupos sociales a participar en el mercado. En este sentido, existe una lógica igualitaria de la envidia que, en contra de toda lógica económica, prefiere detraer rentas a los ricos en lugar de alentar a agrandar el pastel a través de la inversión y la actividad económica.

La sola existencia de desigualdad provoca una política de redistribución igualitaria que daña la dinámica de la economía al poner freno a las fuerzas de la creatividad y la innovación, aunque recompense a quienes extraen rédito político de la fuerza de la envidia.

Lo prioritario, sin embargo, es eliminar los privilegios y las prebendas injustificadas, las normas que las refrendan, la concentración del poder, la sumisión al poder económico, el clientelismo y el gasto político, las ayudas públicas de dudosa justificación, la corrupción, las puertas giratorias, etc.

¿Y a que nos referimos cuando hablamos de políticas predistributivas?Pues nos estamos refiriendo a políticas activas de empleo; de acceso al microcrédito; de intervención de sindicatos y patronales en la negociación colectiva; de participación de los trabajadores en la empresa, etc.

Se trata, en definitiva, de priorizar políticas predistributivas frente a las redistributivas, políticas, además, que son más eficientes en la medida que reducen la necesidad de recursos públicos. Y volvamos a la progresividad. Como decíamos antes, su propio concepto encierra un cierto conflicto entre ricos y pobres que alimenta su negativa percepción. Lo mismo ocurre con la redistribución mal entendida. Su percepción es negativa.

Por su parte, está demostrado que las políticas redistributivas más eficientes son las que inciden en colectivos y situaciones concretas, esto es, las que calificamos como políticas selectivas de gasto. Luchar contra la pobreza, se entiende. Nadie lo cuestiona. En cambio, la lucha contra la desigualdad económica lleva implícita una carga ideológica importante.

Sea como fuere, lo cierto es que no existe ningún parámetro objetivo que justifique razonadamente uno u otro nivel de progresividad.La realidad demuestra, además, que la progresividad castiga fundamentalmente a las rentas del trabajo y a las rentas medias, y empobrece el debate sobre la pobreza estigmatizando la riqueza, cuando la solución a la primera proviene de la mano de la segunda.

La solución al problema exige superar el concepto tradicional de progresividad, desvinculándolo de los tipos, y vinculándolo exclusivamente a la base imponible y al diseño del propio impuesto. Vincularlo a la base significa definir el nivel de renta a partir del cual existe riqueza imponible, riqueza que ha de coincidir con el importe que supere el umbral de pobreza.

Nos estamos refiriendo, básicamente, al IRPF, pero es también de aplicación a otros impuestos. Fijado ese umbral, la tributación recaería sobre el importe que lo supere aplicando al mismo un tipo único y proporcional, combinación que, como está demostrado, produce efectos progresivos en términos de tipos efectivos. Se trata, en definitiva, de promover políticas predistributivas y de objetivizar el criterio de progresividad alejándolo de todo sesgo ideológico.