Harto ya de estar harto

Así empieza la canción Vagabundear del cantautor Joan Manuel Serrat: harto ya de estar harto, ya me cansé de preguntarle al mundo por qué y por qué. Y así es como me siento tras leer la página 341 del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, que, bajo el epígrafe “Adaptación del sistema impositivo a la realidad del siglo XXI” señala que, “se incluye la paulatina desaparición de la reducción por tributación conjunta mediante el establecimiento de un régimen transitorio, debido a que genera un desincentivo a la participación laboral del segundo perceptor de renta (principalmente mujeres)”.

La propuesta se enmarca en el Anexo IV bajo el título de “Análisis sectorial de aspectos de igualdad de género y oportunidades” y es, en realidad, de las pocas propuestas concretas que el Plan recoge.

Lo preocupante, sin embargo, no es la propuesta, que también, sino que después de conocerse, el Gobierno le traspasaba la “patata caliente” al Grupo de Expertos; propuesta, en cualquier caso, que hace dudar sobre una verdadera reforma fiscal.

¿Por qué?

Pues porque mucho me temo que se confunde la modernización de un sistema tributario caduco, con una mera y desesperada subida de impuestos.

Es cierto que el análisis del “universo de bonificaciones” y el desarrollo de la fiscalidad verde son una imperiosa necesidad, pero también es cierto que ambos son insuficientes en el diseño de un nuevo modelo fiscal.

Preocupa además esa permanente obsesión por la menor presión fiscal que España tiene, y el consciente olvido de que nuestro esfuerzo fiscal es de los mayores de los de nuestros vecinos europeos. Se olvida, también, que la presión fiscal, y entre otras razones, es baja por el innumerable elenco de privilegios fiscales, regímenes especiales, tipos reducidos y superreducidos, exenciones, incentivos, y un largo etcétera. En definitiva, tipos altos y recaudación baja.

Parece, por su parte, que la modernización del sistema tributario se ha producido ya con la entrada en vigor, entre otros, del impuesto sobre determinados servicios digitales y del de transacciones financieras.

Sea como fuere, todo se deja en manos del Grupo de Expertos.

Pero donde es más evidente el error en el diagnóstico, es en las omisiones.

En efecto. El problema es el de un Estado sobredimensionado, con un gasto “político” y “clientelar” que raya lo irresponsable, y en la necesidad de poner el foco en la eficiencia y eficacia de las políticas de gasto. El problema es, también, la necesaria reforma de la Administración y de la Función Pública.

Si los impuestos son el instrumento para sufragar el gasto, es obvio que éste ha de ser la prioridad. Y sí. Es cierto. Se habla de mejorar su eficacia. Pero nada más. La verdad es que no se reconoce que el principal problema es corregir nuestro déficit estructural que situó la deuda pública pre Covid-19 a niveles del 100% del PIB. Que el problema es el incumplimiento de la Ley de Estabilidad Presupuestaria y de Sostenibilidad Financiera. Lo cierto, también, es que hasta que la AIREF ha tomado cartas en el asunto, apenas existía una evaluación de las políticas de gasto.

Nuestro problema es pues, y esencialmente, de impuestos ineficientes, esto es, de tributos que sufragan políticas de gasto ineficientes e ineficaces, contraviniendo la Constitución y vulnerando el derecho a la propiedad privada.

Nada se dice tampoco de la gravísima situación de inseguridad jurídica. De nuestra pésima calidad legislativa. Nadie se atreve, igualmente, a abrir el melón de la cofinanciación de los servicios públicos a través de un sistema mixto de impuestos y tasas (o precios públicos), de la colaboración público-privada, de la prioridad de promover la creación de riqueza en base al esfuerzo, el emprendimiento, la aportación de valor, la responsabilidad social, el capital humano, y la ética empresarial, y de la imprescindible fiscalidad participativa. Yo estoy a favor de pagar impuestos. Pero pido un Estado eficiente que no trocee y esconda los impuestos, sino que los visualice con claridad. Apuesto por una permanente evaluación de las políticas de gasto y sus correlativos ajustes; una función pública profesionalizada. Un modelo económico y social que promueva el crecimiento; que premie el compromiso y la responsabilidad social que, desde la libertad, los ciudadanos asuman. Un modelo fiscal que responda a ese objetivo.

Pero no. Parece que la única propuesta concreta es la eliminación de la reducción conjunta, la armonización del Impuesto sobre el Patrimonio y el de Sucesiones y Donaciones, y la subida de impuestos. Medidas, claro está, dulcificadas con el Grupo de Expertos, que pasarán a ser los “hombres de negro”, y con la música de fondo del fin de algunos o todos los incentivos que, no lo duden, se venderá como el fin de los privilegios, en lugar del fin a políticas ineficientes e ineficaces con ribetes electoralistas y clientelares. Pero no se preocupen. El gasto no es el problema, ni nuestro sistema fiscal merece una profunda revisión.

El problema, sin embargo, no es que éste adolezca de ciertas disfunciones y que requiera de algunas adaptaciones que mejoren su progresividad y carácter redistributivo, sino que constituye un verdadero, complejo, e ininteligible “agujero negro” que cercena el crecimiento económico.

En definitiva, estoy ya harto de estar harto, y cansado de preguntarle al mundo por qué y por qué.