Facebook y Twitter contra Trump: la primera enmienda

La libertad de expresión es un derecho fundamental en cualquier democracia. En España está consagrada en el artículo 20 de nuestra Carta Magna. En Estados Unidos se consagró en la Primera Enmienda que se introdujo al texto original de su Constitución en 1791 hace casi 230 años. Ahora este derecho ha vuelto al debate público por la cuestión de los vetos en las redes sociales. Y curiosamente, todo este debate se ha suscitado por la suspensión en las cuentas que Facebook y Twitter han tomado nada menos que respecto al presidente de los Estados Unidos.

¿Suspender a una persona en el uso de su cuenta durante 15 días atenta contra la libertad de expresión? Para comenzar este debate partamos de la afirmación de Voltaire: “Yo no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero me pelearía para que usted pudiera decirlo.” Efectivamente, creer en la libertad de expresión es creer en ella cuando se discrepa, incluso radicalmente, de lo expresado. Esto resulta evidente en múltiples campos. Por ejemplo, cuando Henry Ford señalaba que “todo americano tiene derecho a comprarse un Ford T del color que desee, siempre y cuando este color sea negro” estaba explicando claramente lo que no es libertad para elegir color. Y por supuesto, hay que apoyar el derecho a elegir color no sólo cuando nuestro vecino elige un elegante coche gris, sino también cuando elige un hortera amarillo chillón.

Pero elegir un coche de color hortera no supone un daño a nadie. Sin embargo, las palabras a veces se utilizan para herir y hacer daño. Y, en consecuencia, el ejercer un derecho fundamental no supone que el ejercicio de esa libertad no tenga consecuencias. Por esa razón, existen límites también para la libertad de expresión. El límite más conocido y usual de la libertad de expresión es del derecho al honor: la libertad de expresión no es libertad para insultar, o no debería serlo. Ahora bien, que unas declaraciones puedan atentar contra el derecho al honor o a la intimidad no permite la censura administrativa previa. En una democracia son los Tribunales y a posteriori, lo que determinan los límites de este derecho fundamental, y en consecuencia si hay responsabilidades civiles o penales.

Pero la libertad de expresión no es, necesariamente, el derecho a utilizar un altavoz determinado, y tampoco el derecho a ser escuchado. Cualquier medio de comunicación toma decisiones editoriales y elige a quién permite publicar una opinión. Y por supuesto cualquier lector, oyente o telespectador, cualquier ciudadano elige libremente en una democracia dónde se quiere informar, y qué medios quiere consultar. En lo que se refiere a los medios de comunicación, todo esto es inevitable: el espacio es limitado. Sin embargo, en una red social, en principio, no existe limitación de espacio. Ahora bien, en un medio de comunicación existe una responsabilidad por los contenidos que se emiten, que en principio no tiene una red social. Y la razón, es que, al menos en principio, una red social no tiene control ninguno sobre lo que deciden publicar sus usuarios.

Aún así, una red es un negocio privado que establece sus propias normas. Y si uno no está de acuerdo, siempre puede utilizar otros servicios. El derecho fundamental a la libertad de expresión está concebido en las distintas constituciones como un derecho “negativo” que protege al ciudadano de intromisiones del Estado. Lo que no tiene derecho un ciudadano es, por ejemplo, a que le cedan media hora en hora de máxima audiencia para su “Aló Presidente” personal: no existe un derecho al altavoz. Por cierto, tampoco existe un derecho a ser escuchado: todos podemos cambiar de canal o elegir otro periódico, o dejar de leer este artículo en Iuris, porque es infumable o le cae pésimamente el autor, o simplemente porque sí, y pasar a leer otro.

¿Deberíamos adaptar las leyes y/o la interpretación de los derechos fundamentales, concebidos en el siglo XVIII al siglo XXI? ¿En concreto, habría que regular en qué condiciones puede o no suspender los servicios una red social? Creo que sí, y que la última palabra debería tenerla un juez. Esto es algo que nos distingue como Estado de Derecho y como democracia y no deberíamos perderlo.

Pero volviendo al inicio, el caso de Donald Trump es cualquier cosa menos un buen ejemplo. El presidente de los Estados Unidos tiene infinitos medios para llegar a la opinión pública. Y resulta perfectamente comprensible, que una red social no esté dispuesta a servir de altavoz a un presidente que no acepta su derrota y convoca a sus simpatizantes para protestar contra unas “elecciones robadas” a las puertas del Capitolio. Especialmente, si esa convocatoria se convierte en un asalto al Congreso que impidió, durante horas, la certificación de los resultados electorales.

Que a los dueños y directores de las redes norteamericanas les preocupe más la democracia en Estados Unidos que en otros sitios puede no ser ideal, pero es perfectamente comprensible, aunque sólo sea porque es el país donde viven y el que les regula. Donald Trump, que ha obtenido donaciones millonarias para pleitear los resultados de las elecciones, lo que no ha hecho es recurrir a los Tribunales la suspensión de Twitter y Facebook, invocando la Primera Enmienda. Además, pensemos que Trump ha utilizado masivamente las redes sociales, es decir que no es algo que no le importe, y que, incluso, ha nombrado personalmente a tres de los nueve jueces del Tribunal Supremo que muy probablemente decidirían en última instancia.

La libertad de expresión debe ser aplicada e interpretada con amplitud, pero no es un derecho absoluto, ni incluye el uso de cualquier altavoz, ni el derecho a ser escuchado. Es una libertad frente a los poderes públicos y no se debe dejar que se utilice como un instrumento del poder para perpetuarse contra la voluntad democrática de los ciudadanos. Como escribíamos en elEconomista hace unos días, Trump no debe seguir ni un día más en la Casa Blanca tras el intento, afortunadamente fallido, de golpe de sus partidarios a la democracia. Que, en estas condiciones, algunas empresas privadas no estén dispuestas a hacerle de altavoz no debería extrañar a nadie, y mucho menos ser motivo de escándalo.