Insolidaridad fiscal
La solidaridad “fiscal” es un fundamento que se utiliza cada vez más para justificar los impuestos y, en particular, la progresividad. Sin embargo, los impuestos y la progresividad nada tienen que ver, estricto sensu, con la solidaridad. Son, sin más, una obligación que la Constitución impone a todos los ciudadanos. Pagamos, pues, porque la ley nos obliga.
Desde esta perspectiva, los impuestos son una excepción al derecho de la propiedad, esto es, y coloquialmente hablando, una violación constitucionalmente permitida del mismo. Esta coacción legal, tiene como contrapartida la obligación de los poderes públicos de administrar adecuadamente los recursos. En este sentido, es llamativo que se recuerde insistentemente la obligación que todos tenemos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, de acuerdo con nuestra capacidad económica y un sistema progresivo, y que no se insista sobre la obligación constitucional de que “el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía”.
Sea como fuere, los impuestos no son una cuestión de solidaridad. Para quienes así lo piensan, conviene recordar los muchos motivos que hay de falta de solidaridad de los poderes públicos con relación a los ciudadanos y contribuyentes. El primero, el incumplimiento del art. 135 de la CE y cuyo desarrollo se recoge en la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, cuyo art. 13 prohíbe que el volumen de deuda pública del conjunto de Administraciones Públicas supere el 60% del PIB nacional (44% para la Administración central, 13% para el conjunto de Comunidades Autónomas, y 3% para el conjunto de Corporaciones Locales), o el que se establezca por la normativa europea.
Es cierto, y hay que recordarlo, que el volumen de deuda se puede superar en determinados supuestos en caso de recesión económica, o situaciones de emergencia extraordinaria, como la actual pandemia.
Sea como fuere lo cierto es que España incumple sus propias normas, consecuencia de un déficit estructural al que no se le concede ninguna importancia y que exige mayores impuestos de los que corresponderían, incluidos los que se necesitan para pagar los intereses de nuestra deuda.
El segundo, que ese déficit estructural que, año tras año, incrementa nuestra deuda, es en parte consecuencia de un gasto ineficiente e ineficaz, además del gasto superfluo, de las duplicidades administrativas (esto es, de un Estado sobredimensionado), y del gasto político o clientelar (por ejemplo, una infinidad de obras públicas sin utilidad alguna).
Gasto ineficaz, decíamos, como la AIReF ha puesto ya de manifiesto en muy diversos documentos públicos ignorados por sus señorías.
El tercero, es la grave situación de inseguridad jurídica que en el ámbito tributario sufrimos y que constituye un auténtico desprecio y falta de consideración al ciudadano. Los ejemplos son muchos. Desde supuestos patológicos de verdadero “juzgado de guardia”, como la fiscalidad de la retribución de los administradores en el Impuesto sobre Sociedades o la del IVA en los servicios públicos, a supuestos de verdadera dejadez y falta de sensibilidad, como el silencio más absoluto con relación a la fiscalidad del teletrabajo.
El cuarto, el incumplimiento de preceptos legales, como el art. 13 de la LGT, que, para calificar los hechos, actos y/o negocios, obliga a prescindir de los vicios de licitud que afecten a su validez; obligación, por cierto, cuyo cumplimiento solucionaría gran parte de la actual conflictividad tributaria.
El quinto, la falta de igualdad ante los Tribunales entre los ciudadanos y la Administración que, en los casos de discrepancia interpretativa, se obliga al contribuyente a pagar o avalar la cuantía que impugna, como si su criterio fuera de menor credibilidad que el de la Administración.
El sexto, la nefasta redacción de los textos legislativos, germen de conflictos seguros.
El séptimo, la transposición incorrecta de Directivas, como la relativa a la regla de la prorrata y el IVA, los tipos impositivos de determinados productos sanitarios, o el denominado céntimo sanitario.
El octavo, la pasividad del legislador frente a situaciones clamorosas, como la necesaria modificación legislativa de la denominada plusvalía municipal.
El noveno, la anulación por el TS de disposiciones legales dictadas por el Gobierno, como la relativa a los pagos fraccionados del IS, o la anulación por el Tribunal Constitucional de medidas legislativas, como la amnistía fiscal.
El décimo, la falta de transparencia de la Administración en muy diversos aspectos, entre otros, los bonus por objetivos de la inspección tributaria, determinadas ayudas públicas, o las reiteradas desviaciones presupuestarias.
El undécimo, la falta de ayudas directas suficientes al noqueado sector empresarial, ante su inexorable insolvencia y cierre, consecuencia de la pandemia.
El duodécimo, el incumplimiento del famoso eslógan Hacienda somos todos, por ignorar al contribuyente en muchos aspectos de la aplicación de los tributos.
Y seguiría hasta la extenuación para denunciar la falta de “solidaridad”, o, mejor, de respeto, hacia los ciudadanos, que, anestesiados por el papá Estado, no somos conscientes de los muchos e ineficientes impuestos que se pagan y de la manifiesta desigualdad que existe entre los soberanos y los súbditos.