‘Losing my religion’

Uno tiene la fortuna de cruzarse en la vida con personas muy especiales, tanto en el ámbito estrictamente personal como también en el profesional, y, en ocasiones, esa fortuna acrece cuando se mezclan ambos ámbitos logrando que lo que empezó como una relación meramente profesional -por más próxima que sea- acabe convirtiéndose también en una sincera amistad.

Como digo, dentro de esa línea común de proximidad, tengo la fortuna de haberme topado con algunas personas muy especiales como son, por ejemplo, dos amigos que ejercen la profesión de notario en los municipios de Tarancón y Tomelloso, respectivamente.

El primero es una de las personas más sabias que he conocido, y a esa cualidad une otras como son las de la inteligencia y un brillante humor, llevadas hasta el punto de mezclar ambas en cualquier situación, pudiendo concentrar a todo un auditorio en la exposición de cuestiones tan “amenas” y “sucintas” como son la incidencia del Derecho Civil en las actuaciones de transformación urbanística. Ahí es nada.

El segundo, igualmente sagaz, tiene para mí la cualidad principal de su bien hacer en el sentido de que se trata de un hombre bueno, en el sentido en que Unamuno hizo, por ejemplo, a su personaje de San Martín Bueno, mártir, o Pérez Reverte, en otra escala, a los protagonistas de su novela Hombres buenos. Lo sé porque lo he oído en diversas charlas en las cuales nos ha ilustrado sobre la labor de un notario como persona al servicio de la sociedad, de su ciudadanía, de personas que sienten, quieren y sufren y que, también, y en más, tienen problemas. El concepto de servidor público de esta persona, que lo es, me ha servido de ejemplo siempre y más, cuando lo escuché en 2015 dar en Cuenca, hablando sobre los desahucios hipotecarios que años atrás habían asolado a tantas familias de nuestro país; y lo hacía desde el lado humano y social de un Derecho que él aplicaba como útil instrumento en defensa de los más desfavorecidos.

Me enseñó mucho aquella charla. Y me sirvió mucho más cuando pude conocer al hombre que la impartió, tras acercarme a saludarle tras ella y responderme él cálidamente que “no había hecho más que dar rebuznos”. Lo dijo así literalmente, en una expresión que yo he reproducido, a mucho menos nivel -evidentemente- que su autor, en alguna ocasión. Esta ironía fue el cierre de su enseñanza a la que adornó con la humildad de la que su autor venía recubierto y que diariamente ejerce.

Sabiduría, como resultado de un aprendizaje constante; aderezada con la experiencia que dan los años y los errores; bien hacer; y, por último y quizás más importante, humildad. Cinco ingredientes que son necesarios para convertir a una persona en referente de nuestra sociedad, y más si trata de convertirse en líder de un colectivo, ya sea éste institucional o personal.

Los colectivos se conforman en nuestra sociedad bien por naturaleza o bien por artificio, mas, en cualquier caso, precisan de un referente personal que ejerza su liderazgo o, si se prefiere, su guía o faro. Considerar referente, sin más, a aquel a quien simplemente le ha correspondido o ha sido designado para tal función es un error capital que no ha de conducir más que a su fracaso personal y a la disfunción del grupo en cuestión.

Por el contrario, la puesta en valor de cualidades como las antedichas, maridadas con una estrecha colaboración con todos los escalones de la estructura son las pautas en las cueles los integrantes del colectivo reconocerán el criterio que ha de guiar a éste y que le permitirá, en definitiva, cumplir adecuadamente sus funciones, no solo desde el punto de vista del propio grupo sino de la sociedad en su conjunto, pues no existe grupo útil si no es útil a la sociedad misma: Pasa en política por supuesto, pero pasa también en cualquier institución, sea esta pública e incluso privada.

La empresa, que sería la estructura más interna a sus miembros, por su propia naturaleza, no deja de cumplir una función social de primer orden en cuanto produce bienes para la sociedad, emplea los recursos naturales y también los humanos propios de ésta: es por ello, entre otras razones, por lo que nuestra Constitución permite a los poderes públicos intervenir en la economía, por ejemplo, pues entiende que la actividad privada que genera ésta redunda en el bienestar de los ciudadanos que es, en definitiva lo que debe de procurar todo Estado como proclamaba ya nuestra Constitución de 1812: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.

Por ello, ahora que vivimos unos tiempos tan inciertos, fruto de la pandemia y de disfunciones intrínsecas de nuestra sociedad, es preciso más que nunca encontrar a esos líderes que sean, sobre todo ajenos a la soberbia, y que tengan la vocación de servir a una sociedad que los necesita, quizás hoy más que nunca. Pero los necesita próximos y cercanos, sin creerse ni mirlos blancos ni salvadores de almas, y sí, más bien, servidores públicos que inicien su labor partiendo del reconocimiento sincero de sus limitaciones, sus errores y sus flaquezas. No existen líderes superlativos, sí existen los que sirven y sufren, y éste son tiempos para ello: el que un presidente autonómico, como el de Castilla-La Mancha, termine sus intervenciones en el último Debate del Estado de la Región pidiendo a los grupos de la oposición ayuda para combatir la pandemia desde la unidad, me parece un ejercicio de humildad y de responsabilidad poco habitual y digno de ser considerado y replicado.

Todas las religiones son buenas, decía Unamuno, en boca de su, ya citado, San Martín Bueno, mártir. Y es cierto, no las hay perversas: todas persiguen, como lo hacía él, la felicidad de las personas. Aquellas otras que buscan el mero engrandecimiento personal, egoísta y egocéntrico, no son sino secta, y de ellas, como de las aguas mansas, solo cabe prevenirse.