La incesante tormenta perfecta (I)

Llevamos ya demasiados años en los que, como consecuencia de la regulación producida, las administraciones públicas han asumido el papel que podríamos calificar, a falta de mejor metáfora, como el del perro del hortelano: no hacen su trabajo y, además, se pretende que lo haga el mercado, lo cual dificulta y, en ocasiones, impide, su buen funcionamiento. Así sucede, vgr.: en materia de arrendamientos, tanto de viviendas y locales comerciales, y, en cierta medida, de préstamos y créditos hipotecarios sobre edificios residenciales.

Las consecuencias están a la vista y, además, sin perspectiva de mejora sino, más bien, de empeoramiento, especialmente si a las actuales crisis tanto de oferta como de demanda se añade una crisis de deuda como parece posible, pues no hay que descartar que, con el fin de los expedientes de regulción temporal de empleo y de las moratorias, la morosidad crediticia alcance los dos dígitos, llegando a impactar en la solvencia de unas entidades financieras claramente vulnerables, como demuestran sus cuentas de resultados y su exigua capitalización bursátil. Si tal crisis llegara a sustanciarse, entonces, tardaríamos más de una década en superar la penosa situación en la que nos encontramos, que habría que añadir a la década perdida como consecuencia de la crisis financiera iniciada en 2008.

No es ajeno a este estado de cosas el hecho de que, como pone de manifiesto el Estudio Internacional de Valores -1919-, realizado por la Fundación BBVA, los españoles seamos los europeos que creamos, en mayor medida, que nuestra felicidad -nuestro bienestar- depende del Estado en mayor medida que de nuestro propio comportamiento, lo cual contribuye a liberarnos de nuestra propia responsabilidad. Esta creencia, probablemente, está aún más extendida -o, al menos, cultivada- entre nuestros políticos, no solo porque también son ciudadanos españoles sino porque, además, el cultivo de dicha creencia favorece un mayor intervencionismo estatal y, por tanto, la acumulación de poder por la clase política en detrimento de la esfera de poder de los ciudadanos, como podemos observar en las medidas que se adoptan día tras día, sea cual sea la esfera de la vida en la que nos fijemos. Así, esa creencia compartida por ciudadanos y políticos, da lugar a una tormenta perfecta, que explica, en buena medida, nuestra situación: da lugar, por una parte, al endoso a los políticos por los ciudadanos de la responsabilidad sobre nuestro propio bienestar en mayor medida de la que les corresponde, y, por otra, y, como consecuencia inevitable, a una tendencia a la constante ampliación del poder y del intervencionismo del Estado en sentido amplio, incluyendo autonomías y ayuntamientos y, por lo tanto, de los gobernantes.

Este desequilibrio de la balanza de poder entre ciudadanos -en realidad, súbditos antes de 1812 y también después en los periodos absolutistas, sin considerar el fraude electoral endémico durante el siglo XIX y también el XX durante la restauración canovista- y gobernantes, en beneficio de estos últimos, ha sido y continúa siendo una de nuestras señas de identidad más características. Las permanentes urgencias fiscales de nuestros gobernantes y su prevalencia sobre la necesidad de crear las infraestructuras institucionales necesarias para un eficiente funcionamiento de los mercados, explica nuestra decadencia, que nos llevó desde ser el primer imperio occidental más importante desde Roma a una potencia de segundo orden -D. C.North, J. Vicens-, a diferencia de países como Inglaterra u Holanda con sociedades civiles fuertes, que fueron capaces de un mayor control sobre sus gobernantes.

Este estado de cosas contribuye a explicar la asombrosa proliferación normativa que nos asfixia – más de 200.000 normas vigentes en nuestros tres niveles de gobierno, a los que hay que añadir la UE- así como su mala calidad técnica, puesta de manifiesto por los estudiosos del tema sin excepción -vgr.: Remón Peñalver, Carrasco, Gomez Pomar, etc- y respecto de la cual el Circulo de Empresarios elaboró un informe en 2018, denunciando la creciente degradación técnica asi como su falta de estabilidad y sus consecuencias altamente perjudiciales para la actividad económica y, por lo tanto, para el bienestar de los ciudadanos. Pero no es sobre la calidad técnica de nuestro océano normativo sobre lo que pretendo centrar mi atención sino sobre el tipo de regulación que solemos producir en relación a un aspecto esencial, cual es la regulación contractual, es decir, la provisión de reglas, tanto dispositivas como imperativas, que reduzcan los costes de transacción y eviten los fallos a que pueda dar lugar la libre contratación de las partes en el mercado.

Como subraya Arruñada en este terreno parece situarse una grave debilidad de nuestro Derecho: su supuesta proclividad a restringir la libertad contractual para responder a problemas que, en principio, sería más razonable abordar mediante herramientas de Derecho público (entendiendo a estos efectos que el «Derecho privado» se concreta en la introducción de restricciones a la contratación y la competencia, mientras que las soluciones de «Derecho público» se canalizan mediante la política fiscal y la financiación y provisión de bienes y servicios públicos).

No se trata de que no deba haber limites a la libertad contractual o de que no deba haber una regulación del procedimiento contractual, sino de que el sesgo señalado revela la creencia implícita de que, mientras el mercado -es decir los ciudadanos -falla, sin embargo, el regulador -es decir, los gobernantes- no falla. R. H .Coase primero y J.M Buchanan y G. Tullock después pusieron de manifiesto que no es así. El mercado falla, ciertamente, pero el regulador también, porque no es un ser benevolente sino que persigue también su propio interés, como todo agente racional, y, en el desempeño de su función, se halla sometido a las presiones de los diferentes agentes del mercado. Por ello, la calidad de la regulación y, por tanto, del buen funcionamiento del mercado depende, en última instancia, de la calidad del sistema político, lo que exige revisar la teoría neoclásica del Estado ( D. C.North).

En la segunda parte de este escrito me referiré a las consecuencias del sesgo descrito en la regulación de los arrendamientos, tanto de viviendas como de locales de negocio, y de los préstamos y créditos hipotecario sobre bienes residenciales, advirtiendo ya del localismo de tal regulación sin parangón en los países de nuestro entorno