La necesaria reforma fiscal: el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones

UNna vez más, voy a continuar reflexionando sobre la necesaria reforma fiscal, centrándome hoy en el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Juzgar un tributo tan controvertido, exige obviar de su análisis previo tres cuestiones que lo contaminan: la primera, si el actual impuesto se ajusta a los principios básicos de un tributo de su naturaleza; la segunda, los beneficios de las empresas familiares; y tercero, la necesidad de una mínima armonización entre las diferentes CCAA.

En efecto; la pregunta que creo hay que plantearse es si tiene sentido un Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Y la respuesta, que no es pacífica, es que sí. Primero, porque se trata de un impuesto que, bien estructurado es, junto al IRPF, paradigma de la redistribución; afirmación que exige estar convencido de su necesidad y de los beneficios que este reporta en términos de reducción de la desigualdad. Y segundo, y tan importante o más, porque desincentiva la concentración de riqueza e incentiva la generación de nueva riqueza fruto del trabajo, la iniciativa y la emprendería, en detrimento del “vivir de rentas”.

En este sentido, es justo que la transferencia de riqueza en favor de quien no la ha generado, tribute. No hay, aunque se insista, doble tributación. Y no la hay, porque quien es su beneficiario no ha tributado por ella. Quien sí lo ha hecho, es quien ha generado la riqueza. Pero se trata, nos guste o no, de dos manifestaciones de riqueza distintas.

Dicho esto, es cierto que el impuesto se ha de limitar a gravar determinadas manifestaciones de riqueza y no todas. Nos estamos refiriendo básicamente a las grandes fortunas o, si se prefiere, a patrimonios cuya acumulación de riqueza supera las posibilidades razonables de cualquier ciudadano de tipo medio.

El problema es que, en la actualidad, tales casos consiguen eludir el impuesto con prácticas impositivas que, en muchos casos, es el propio legislador quien inconscientemente las incentiva. En este contexto, es obvio que el actual impuesto es manifiestamente injusto en la medida que grava fundamentalmente patrimonios de tipo medio, alejándose pues, de los objetivos que hemos descrito como esenciales de un impuesto de estas características. Ahora bien, ello no justifica su supresión, sino su revisión.

Lo mismo hay que decir de la dispersión normativa en sede autonómica que, sin detrimento de la necesaria y sana competencia autonómica, exige de un mínimo de armonización. Mención aparte requieren los beneficios fiscales de las denominadas empresas familiares.

Soy consciente que lo que digo, duele. Pero creo, sinceramente, que es un tema de equidad. Parto de la premisa de que es falso que exista una recomendación europea al respecto de carácter general.

En efecto. La recomendación de la Comisión de 7/12/1994 (94/1069/CE), invita a los EM a adoptar las medidas necesarias para “facilitar la transmisión de las pequeñas y medianas empresas” con el fin de garantizar su supervivencia y el mantenimiento de los puestos de trabajo (art. 1). En particular, y entre otras medidas, se invita a reducir la carga fiscal que grava los activos estrictamente empresariales en caso de transmisión mediante donación o sucesión (art. 6).

Recordar, al respecto, que el Reglamento núm. 651/2014 de la Comisión define como pyme aquella empresa con un número de empleados inferior a 250, con una cifra de volumen de negocio inferior o igual a 50 millones de euros y, con un balance general inferior o igual a 43 millones de euros. Este pues, debe ser el ámbito natural de aplicación de los beneficios fiscales.

Es en consecuencia necesario replantear el tratamiento fiscal de las empresas familiares que no tienen la condición de pyme. Si el único argumento para no hacerlo es el de proteger la transmisión de riqueza productiva, no solo nos olvidamos del principio de capacidad económica, sino que dejamos el impuesto vacío de contenido y con serios problemas de equidad.

Fíjense que no hablo a qué tipo hay que gravar tales patrimonios, sino, tan solo, de la necesidad objetiva de gravarlos.

El mismo replanteamiento hay que hacer con la transmisión de patrimonios inmobiliarios afectos a una actividad económica y en los que la existencia de una verdadera “empresa” es más que dudosa. En este sentido, es necesario objetivar mejor los requisitos que permitan presumir su existencia, como un número mínimo de inmuebles, la inexistencia con carácter general de vinculación entre propiedad e inquilino y, un mínimo de recursos humanos y materiales orientados al dinamismo que caracteriza una actividad empresarial y que los distingue de la mera actividad de arrendamiento o, si se prefiere, de la gestión no propiamente empresarial de un patrimonio.

A lo anterior hay que añadir un límite exento que permita gravar tan solo los grandes patrimonios, dejando por tanto fuera de su ámbito de aplicación a los que son propiedad de una familia media.

La reforma debe contemplar también un mínimo de armonización fiscal autonómica, estableciendo en todo el territorio nacional un tipo único mínimo y una base mínima de gravamen.

Por último, proponemos afectar su recaudación a la financiación de la ley de dependencia y a la de un dividendo social como renta complementaria de inserción al mercado laboral de los jóvenes que cumplan la mayoría de edad.

En definitiva, una reflexión que permita el debate sobre un impuesto que en su actual configuración es injusto.