Enrique Cat

La transición agrícola también será ver volver

La agricultura actual se enfrenta una encrucijada histórica, cuyo desenlace determinará el modelo productivo del planeta en siglo XXI. Por ello, simplificar la naturaleza del problema sucumbiendo a la tentación de dividir el sector entre buenos y malos solo nos llevará a equívocos que sonrojarían a cualquier agricultor.

Empecemos por lo más cercano: a nadie le gusta comer residuos químicos y, pese a los intentos de parte de la industria por maquillar los efectos nocivos que producen sobre la salud, la evidencia científica se abre paso y los organismos públicos empiezan a prohibir las sustancias más nocivas.

Sobra decir que solo quienes no pasan hambre pueden permitirse el lujo de plantearse la posibilidad de comer ecológico, y la vasta mayoría de los habitantes del planeta se conformaría con alimentarse tres veces al día y no del mismo cereal. Aun así, el nuevo siglo ha alumbrado una nueva élite consumidora, que, lejos de ser culpable de nada, solo es punta de lanza en una reivindicación razonable, que pronto será reclamada por el resto de la sociedad.

También son conocidos los efectos devastadores que los químicos producen en el medio ambiente. Los pesticidas usados indiscriminadamente acaban con polinizadores como las abejas, alterando gravemente los ecosistemas; y los fertilizantes, especialmente los nitrogenados, contribuyen generosamente a las emisiones de gases de efecto invernadero.

Considérese el hecho de que el óxido nitroso, resultado de la evaporación espontánea de una fracción de los fertilizantes nitrogenados, es casi 300 veces más potente que el CO2 en cuanto a incremento del efecto invernadero se refiere. Añadámosle que, según la Agencia de Protección Ambiental americana (EPA), la agricultura y otros usos del suelo relacionados son ya responsables del 24% de las emisiones mundiales, solo superados por la producción eléctrica (25%) y muy por encima del transporte (14%). No menos graves son la contaminación y agotamiento de los acuíferos, con los desafortunados ejemplos del Mar Menor y Doñana como testigos, el agotamiento de los suelos por usos intensivos, la tala de bosques para aumentar la superficie de cultivo y pasto, y un largo etcétera. El panorama es poco menos que alarmante si tenemos en cuenta el crecimiento exponencial de la población. Habrá que usar más químicos. Terreno abonado para el apocalipsis malthusiano en forma de hambrunas, devastación planetaria, o ambas.

Pero los malos fueron un día buenos y si nos atenemos a los hechos, podría decirse que uno de los inventos más importantes de la historia fue la síntesis química de nitrógeno por Haber y Bosch en 1909. En su libro “Progreso”, Johan Norberg describe una realidad que no debemos pasar por alto.

Francia sufrió 26 hambrunas en el siglo XI, 11 en el XVII y 16 en el XVIII. El nitrógeno químico ha sido el principal responsable de revertir esta situación, y no solo para los menos de 2.000 millones de habitantes de principios del siglo XX, sino para la mayoría de los 7.700 millones actuales, que, pese a todo, y según los datos de Norberg, se alimenta hoy mejor de lo que lo hacían los habitantes de los países más ricos en el siglo XIX. Otra variable de la ecuación nos la deja entrever Escohotado en su brillante trilogía, “Los enemigos del comercio”. La productividad del suelo agrícola está íntimamente relacionada con la titularidad de este y con la motivación de quien lo trabaja.

En el siglo VI a.C., Solón deroga la ley que permitía pagar deudas con terreno agrícola, esclavitud, más un sexto de lo que rindiera el cultivo, y los incrementos en productividad dejan claro que no es lo mismo cultivar tu tierra por voluntad propia que la de otros por obligación.

En el siglo III a.C. Roma obliga a los terratenientes a no emplear como jornaleros a un número superior de esclavos que de hombres libres y la abolición de esta norma coincide con la transición al Imperio, el inicio de profundas crisis agrícolas y la pérdida de productividad. No en vano, y consciente de ello, Pertinax, sucesor de Cómodo, decreta que cualquier ciudadano dispuesto a trabajar la tierra, pasaría a ser propietario de esta en detrimento del propio Emperador.

La Alta Edad Media, en la que la propiedad de los cultivos queda relegada al rey o a Dios, no brinda mejores rendimientos. Los jornaleros tienen prohibido trabajar a cambio de un salario, solo pueden cobrar en especie. El flujo de efectivo se desmorona y la productividad cae. El incentivo por producir es mínimo.

El paralelismo que tienen estos sucesos con la actual política de subvenciones es fácil de trazar. Cuando la rentabilidad de un olivar, viñedo o cereal ecológico depende de la subvención a percibir, solo cabe esperar la desagradable realidad que nos encontramos en muchas zonas de España: cultivar en ecológico es sencillamente no hacer nada, no aplicar ningún insumo ecológico, con el consecuente aletargamiento de un sector que no tiene incentivos para mejorar. La nota contraria la dan los cultivos hortícolas ecológicos de Almería, Murcia y otras provincias, cuya superficie crece anualmente a doble dígito, suele ser propiedad de pequeños y medianos agricultores y no recibe subvenciones.

En definitiva, será la cooperación ciega de agricultores, empresas y científicos la que alumbre el modelo productivo del siglo XXI y quite la razón a quienes piensan que no es posible alimentar a 15.000 millones de personas sin agotar los ecosistemas de la Tierra.

Valga un último apunte contable: cerca del 50% del coste de cultivar una hectárea de hortalizas bajo plástico se destina al personal. Sencillamente porque las plagas solo se reconocen a simple vista y los frutos solo se recogen a mano. Pero los algoritmos que reconocen nuestras caras en Facebook pueden ser entrenados para reconocer un insecto, y que una máquina recoja un tomate de una planta o aplique un pesticida, ecológico o no, no parece ciencia ficción.