Restaurantes en tiempos de caos

Hará un mes, leía una entrevista que hacían a un estudiante de 22 años residente en Wuhan, China. Chao, que era su nombre, mencionaba cómo el aburrimiento se había apoderado de él y que cuando saliera del confinamiento, lo primero que haría sería quedar con su novia e ir ambos a comer hamburguesas y pollo frito. Chao, no dijo pasear, visitar a sus familiares o ir al cine, dijo comer.

Todos estamos esperando que llegue ese día D, ese que podremos volver a llenar los bares y restaurantes, brindar, degustar, saborear, vivir intensamente la gastronomía, realizar celebraciones aplazadas con la familia y amigos, disfrutar de los caterings de los eventos, de los buffets en los desayunos de los hoteles o de nuestras grandes bodegas haciendo enoturismo. Pero seamos sinceros: ese día no llegará. No existe día D como tal a corto plazo, y cuando llegue, ya no será igual. El tiempo se ha dividido en dos épocas: antes y después del Coronavirus.

En primer lugar, bares o restaurantes que te gustaría visitar a lo mejor están definitivamente cerrados, completamente reestructurados o dadas las medidas que han tenido que adoptar de reducción de mesas, vas a tener que esperar seis meses para poder encontrar una reserva, y no esperes encontrar el plato con el que soñabas porque seguramente habrá desaparecido de la carta. En segundo lugar, esa experiencia de comer, no será la misma.

En los restaurantes, posiblemente deberemos reservar la mesa online, aquella que exactamente deseamos, y que en ningún caso podrá ser para grupos o familias enteras. Eso sí, deberás prever tu llegada con 15 minutos de antelación, dado los controles de seguridad que deberás pasar al llegar al establecimiento.

Una vez en él, tendrás cámaras térmicas que analizarán tu temperatura -lo mismo deberán hacer proveedores y personal del restaurante-, que a la vez pueden hacerte un reconocimiento facial y detectar si has estado expuesto previamente con alguien contagiado, incluso validando qué lugares has visitado en los últimos meses, y, por lo tanto, denegarte el acceso al restaurante. Al entrar, y después de prácticamente tener una ducha de ozono, a lo mejor te acompaña un robot hasta la mesa, si no es el caso, que será lo más seguro, el humano irá protegido con una especie de traje espacial. Observarás en el camino que la barra del restaurante habrá desaparecido por arte de magia. ¡Benditas barras!

Una vez sentado, en mesas con mamparas de metacrilato, seguramente tendrás que descargarte la App del restaurante en tu móvil o incluso, haberla visto con antelación para decidir rápidamente qué platos deseas comer, porque no tendrás más de 90 minutos para permanecer en el restaurante. Es posible que tampoco intercambies una palabra con el camarero, y que le hagas tu pedido a través de Whatsapp. No habrá carta física, el contactless imperará, por supuesto en el pago hasta incluso en los accesos a los baños. El tacto es la víctima sensorial obvia en todo esto.

En las cocinas, los equipos estarán con mascarillas, guantes, basuras inteligentes e incluso tendrán una supervisión permanente a través de cámaras que interpretarán qué practicas culinarias utilizan y valorarán posibles comportamientos insalubres, una especie de Gran Hermano. La comida, desde la cocina hasta la mesa, a lo mejor me la traerá un robot, con el fin de evitar el contacto. Si es un humano -que será así de momento-, volverá a ser un personaje que por su vestimenta sea la antítesis del tabernero o camarero, será lo más parecido a un cirujano a punto de entrar en quirófano. Me pregunto que será menos amenazante para un cliente, un humano enmascarado o un robot.

Confío que no tengamos que utilizar cubiertos desechables y servilletas de papel, no quiero ni pensarlo, ni que decir de comer con guantes. En una cultura de compartir como la española, ya tendremos bastante con no poder pedir platos para el centro de la mesa. A ello se une que estaremos con un radar permanente imaginario mirando quién se sienta a nuestro alrededor, si presenta algún síntoma, etc. Al poco entorno sexy que tendrán los restaurantes, se unirá la enorme adicción que durante el confinamiento habrá generado en el consumidor el efecto Netflix, ese que te persuade y te inmoviliza delante de la caja tonta y no te deja salir de casa.

Por si fuera poco, además tendremos una avalancha de reactivación de las competiciones deportivas y, por lo tanto, el sofá dominará el marcador 1-0 frente visitar un restaurante postpandémico, que ya el propio nombre asusta y que las mamparas instaladas te recordarán sentirte como Nemo en la pecera del dentista con su temeraria sobrina. Para rematar, y continuando con el símil de los deportes, en las gradas, asientos o palco, no habrá ni un solo visitante extranjero, ni el que viene de turismo o por negocios, y el autóctono estará en plan de contingencia. Qué decir de que las veladas románticas en los restaurantes desaparecerán por un tiempo.

Todo esto deja a los propietarios de restaurantes y bares con la difícil y enloquecedora tarea de planificar un futuro incierto, al intentar muchas líneas de tiempo de reapertura y nuevos modelos de negocio, dejándolos particularmente vulnerables a una larga crisis.

Desgraciadamente para ellos, a fecha de hoy, la tecno-utopía no existirá. Son colosos en llamas, que están siendo olvidados y en su mayoría sin musculatura financiera. Una verdadera lástima para un colectivo, que bajo mi punto de vista y como he dicho en más de una ocasión, interfieren más en la salud de las ciudades y sus ciudadanos que las marcas de alimentación, farmacéuticas o los centros de salud, y cuando digo interfieren, lo digo en sentido positivo, es decir, son un elemento esencial del alma de las ciudades. Son restauradores de las emociones, no exclusivamente del estómago. Ahora casi con toda seguridad, nos tocará recurrir a otro tipo de medicina, a no ser que encontremos una vacuna específica para que vuelvan a entrar en nuestras vidas.