El final del futuro. El mundo robótico después del coronavirus

Abril de 2022. Uno puede despertarse de un coma convencido de una realidad que solamente fue una fantasía. Tras un accidente de tráfico en diciembre de 2019, entré en coma y me desperté tres meses después. Ese futuro imaginario que tenía en mente, desapareció para ser suplantado por otro imprevisible, pero no imposible. Lo que entendía por futuro 90 días antes pasó a mejor vida. El Covid-19, entre otras cosas, dio significado a la palabra prescindible además de poner en jaque a nuestra especie, tanto física como económicamente y llevarnos al confinamiento a más de dos tercios de la población. Durante la hibernación, que duró seis meses, los humanos experimentamos entre otras cosas con viajar de forma virtual a lugares imaginarios o donde nunca más podremos viajar, a no ser que lo haga un robot por nosotros.

Aprendimos a organizarnos y a teletrabajar, a tener reuniones virtuales en plataformas hasta entonces prácticamente desconocidas como Zoom -que llegó a triplicar su valoración-, Google Hangouts o FaceTime, donde nos cansamos de ver siempre las mismas estanterías de libros de fondo de nuestros interlocutores. Nos adentramos en hacer ejercicio en casa con tecnologías punta como Tempo, una pantalla de 42 pulgadas, con visión artificial en 3D, que te sigue y te enseña mientras entrenas, lo que podríamos considerar como uno de los primeros entrenadores de fitness-robot socialmente inteligente del mundo.

Tempo, al igual que otras tecnologías sin precedentes, nos ayudaron a que en el periodo de cuarentena nos sintiéramos más humanos, pero también comportó la mayor producción masiva de data en nuestros hogares como nunca antes. Nuestros altavoces inteligentes, asistentes digitales, TV, ordenadores, domótica, luz, gadgets, smartphones, aspiradores inteligentes, cámaras, etc., el data dictaminó cada vez más cómo vivimos. Qué cocinamos, qué preguntamos, dónde navegamos, qué vemos, qué ejercicio hacemos, en qué estado de forma estamos, que nos gusta, cuánto consumimos, qué compramos, etc., todo pudo ser grabado, recolectado y monitorizado. ¿Se buscaba ofrecernos más personalización o mayor control? Los humanos no estábamos preparados para el nuevo coronavirus, y tampoco las máquinas, pero ellas se adaptaron más rápidamente o, mejor dicho, hicimos que lo hicieran. El Covid-19 aceleró nuestra transición a una sociedad altamente automatizada. Lo que en marzo de 2020 vimos como algo puntero, que fue la creación en Wuhan, epicentro del virus, del primer hospital completamente atendido por robots, después se convirtió en algo extensible por todo el planeta. La función inicial de los robots en este tipo de hospitales fue llevar a cabo tareas básicas de detección y diagnóstico, como el seguimiento de la temperatura, la frecuencia cardíaca y los niveles de oxígeno en la sangre. Pero nada fue suficiente, y aún más con los hospitales tradicionales desbordados, médicos sin medidas de protección y tests que nunca llegaban. El caos no solo afectó al campo sanitario. El aumento de la demanda de productos de primera necesidad llevó al limité a supermercados online y a la red logística, hasta llegar al punto que algunos lanzaron el concepto de colas virtuales. Los pedidos de alimentos que vivimos superaban con creces la capacidad humana de producirlos, gestionarlos y distribuirlos al cliente.

Ellos, los robots, nos ayudaron a producir cuando los humanos enfermaron. Los trabajadores que abastecían los alimentos del mundo, tanto agricultores como el capital humano que trabajaba en las fábricas de alimentos, desde carne, arroz o pasta, enfermaron, significando esto un enorme riesgo para continuar la producción, y aún más, en los campos donde debido al cierre de fronteras, ya no podíamos contar con los inmigrantes temporales de países del Este. Nos quedamos sin mano de obra. Empezó a haber tensión subyacente, miedo y ansiedad. Tuvimos grandes complicaciones para que los trabajadores pudieran estar disponibles, justo cuando los robots y la Inteligencia Artificial estaban consiguiendo aumentar exponencialmente a los trabajadores humanos. En algunos casos no nos quedó más remedio que recurrir a agencias de empleo para robots, donde pudimos contratarlos, lo que anteriormente se conocía como alquilarlos (Robot-as-a-Service). Paradójicamente la tecnología que hace unos meses parecía una amenaza para los trabajadores ahora ayuda a proteger a esos mismos trabajadores. Toda esta catástrofe tanto económica como sanitaria, hizo que nuestro Gobierno y las empresas privadas tuvieran que dar un paso al frente y tomar medidas inauditas relacionadas con la automatización. De repente, quedó zanjado el posible y malicioso debate de la destrucción de empleo por parte de los robots o el automation anxiety.

Incrementamos la creación de cadenas de suministro robóticas para un mundo pospandémico. Los incorporamos tanto para que recogieran nuestras cosechas, que pudieran hacer el inventario y la reposición en los supermercados, para que produjeran en las cocinas profesionales, para que supervisaran la calidad de la comida o para que la entregaran a domicilio. Reinventamos el food delivery a través de ellos. Mientras todos nos refugiábamos, ellos continuaban caminando, sin darse cuenta de la pandemia que les rodeaba a su alrededor. Actualmente, dos años después del primer brote y del largo periodo de hibernación, seguimos con la onda expansiva y la profunda penetración de los robots en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Ahora, en cambio, ya no les enseñamos, son ellos los que aprenden por sí mismos y nos enseñan a nosotros, vienen a ser una extensión nuestra. Los robots se fueron apoderando de la fuerza laboral, y ¿por qué no deberían hacerlo? Para muchos trabajos, los robots han demostrado ser más rápidos, con mayor inteligencia y más económicos que usted o que yo. Después de la robotcalipsis vivida, estamos más cerca de que sean ellos los que paguen nuestras pensiones y nos garanticen una renta básica universal, pero a la vez, estamos en pleno debate de la posibilidad de otorgarles derechos legales. Nuestra relación con la comida también ha cambiado. Antes del confinamiento pensábamos que podíamos comer lo que quisiéramos, cuando quisiéramos y lo más barato posible, hasta comer en exceso era viable, cualquier alimento del mundo estaba a nuestro alcance. Esta cultura cambió al vivir la hibernación. Volvimos más concienciados que nunca que el comer es un privilegio, y en el momento que perdamos esta perspectiva, dejaremos de ser lo que somos, un ser que no aprende lo suficiente con el paso del tiempo.