La importancia de un suelo sano en la lucha por la gestión sostenible de los recursos

El suelo es un recurso absolutamente esencial para la vida. Es un ser vivo del que dependemos los seres humanos y miles de millones de animales y microorganismos del planeta. De hecho, el 95% de los alimentos se producen directa o indirectamente en el suelo. Teniendo en cuenta que el 15 de noviembre se alcanzaron los 8.000 millones de personas en el mundo y que el crecimiento demográfico continuará durante todo este siglo, la producción de alimentos a escala global debe aumentar, para lo cual se necesitan suelos sanos y la gestión sostenible de las zonas agrícolas. Al mismo tiempo, existe una creciente demanda de biocombustibles y otros productos basados en plantas motivada por la necesidad urgente de sustituir los combustibles fósiles y de evitar las emisiones de gases de efecto invernadero.

Los suelos son, además, un factor muy relevante en el control del clima, ya que capturan y almacenan carbono: los primeros centímetros del suelo del planeta contienen prácticamente el doble de carbono que el que existe en toda la atmósfera. Después de los océanos, el suelo es el segundo sumidero de carbono natural más grande, y sobrepasa la capacidad de los bosques y otra vegetación para capturar dióxido de carbono. Los suelos sanos nos protegen contra las olas de calor; almacenan, filtran y transforman los nutrientes, las sustancias contaminantes y el agua; acogen una cuarta parte de la biodiversidad del planeta, y previenen y regulan las inundaciones.

Por todo ello, el suelo es un recurso de un valor incalculable. Sin embargo, en las últimas décadas está sufriendo un deterioro acelerado debido a varios agentes de origen antropológico, comprometiendo la capacidad mundial de gestionar de manera sostenible los recursos de la Tierra.

Los suelos, degradados

De manera simplificada podemos definir la degradación del suelo como la reducción o pérdida de su productividad biológica o económica. Uno de los principales agentes de degradación del suelo es la agricultura intensiva, que provoca su deterioro por el uso de fertilizantes químicos y monocultivos (y su consecuente pérdida de nutrientes) y la expansión de nuevas zonas fértiles y productivas a través de la deforestación. El alcance del problema queda claro con cifras: la agricultura intensiva es culpable del 80% de la deforestación mundial. Y, si nos centramos en el Amazonas, por ejemplo, se estima que entre enero y junio de 2022 se han destruido 2.400 kilómetros cuadrados de bosque. La deforestación, asimismo, también conduce a una mayor erosión del suelo, deteriorándolo aún más.

El cambio climático es otro importante agente degradador del suelo. Los cambios meteorológicos alteran su humedad. La humedad ha descendido considerablemente en ciertas zonas eminentemente agrícolas, lo que incrementa la necesidad de irrigación en la agricultura y supone rendimientos más reducidos e incluso riesgo de desertificación, repercutiendo negativamente en la producción de alimentos. Los acontecimientos climáticos extremos (como las lluvias intensas, la sequía, las olas de calor y las tormentas) provocan una mayor erosión del suelo. El aumento del nivel del mar derivado del incremento de las temperaturas provoca la pérdida de zonas de tierra, modifica el suelo en zonas costeras y trae contaminantes del mar, incluido sal y fertilizantes que aceleran la acidificación de los mares y océanos. Puede que el efecto del clima en el suelo más preocupante sea la liberación de dióxido de carbono y metano almacenados en el permafrost de las regiones boreales, que se está fundiendo conforme aumenta la temperatura global. Este deshielo hace que el material orgánico atrapado en el suelo helado se desintegre, lo que puede generar la liberación de cantidades enormes de gases de efecto invernadero.

Vitales para la gestión sostenible de los recursos

Se estima que un tercio de la superficie terrestre está degradada. Otras estimaciones apuntan que en el mundo se pierden anualmente 75.000 millones de toneladas de tierra cultivable, lo que supone tanto que el suelo pueda almacenar menos carbono, nutrientes y agua, como el deterioro de los ciclos del suelo.

Como consecuencia de la erosión de los suelos, en los últimos años la producción mundial de cereales ha disminuido en casi una decena de millones de toneladas. En cuanto a la pérdida de nutrientes, desde 1950 el nivel de vitaminas y nutrientes de los alimentos ha caído drásticamente, habiendo más de 2.000 millones de personas en el planeta sufriendo de deficiencia de micronutrientes. Y, si traducimos estas cifras en impacto económico, la UNCCD ha cifrado en 20.000 millones de dólares anuales el coste de la degradación del suelo a la economía mundial. Tal es su importancia para la vida en la Tierra y tan alarmantes son los datos relativos a su deterioro, que los suelos han merecido la atención internacional. Por ello, se estableció la Alianza Mundial por el Suelo en 2015, y el Objetivo de Desarrollo Sostenible 15 (“Vida de ecosistemas terrestres”) se centra en ayudar a detener y revertir la degradación del suelo y combatir la desertificación.

Qué hacer para recuperar los suelos degradados y mantenerlos sanos

Como cualquier otro recurso vital, es indispensable gestionar el suelo de manera adecuada para mantenerlo sano y, con ello, productivo. Una gestión sostenible implica llevar a cabo medidas para, por un lado, minimizar su erosión, salinización, contaminación, acidificación y compactación y, por otro, para favorecer su biodiversidad, materia orgánica y el equilibrio de los nutrientes. En este sentido, la reforestación, la conservación y restauración forestal contribuyen de manera muy significativa a la salud del suelo.

Realizar una gestión correcta del suelo es una forma muy eficiente para adaptarse al cambio climático, proteger los ecosistemas y gestionar de manera eficiente los recursos del planeta. O, dicho de otra manera, invertir en nuestros suelos reporta un alto rendimiento, ya que tiene numerosos resultados positivos naturales, sociales y económicos. Cuidar nuestros suelos es clave para abordar la erradicación de la pobreza, el desarrollo agrícola y rural, promover la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición.