El cambio climático multiplica la potencia de los incendios forestales

Las olas de calor y las sequías se han convertido en caldo de cultivo para la propagación de un fenómeno que en los últimos años se ha vuelto más frecuente y virulento. La energía que desprende el fuego es tan fuerte que puede llegar incluso a modificar las condiciones meteorológicas de la zona en llamas.

Los incendios forestales son cada vez más frecuentes y se han convertido en emergencias sociales capaces de paralizar al mundo y de generar debate incluso a miles de kilómetros de la tragedia. Anteriormente estos fenómenos ayudaban a los bosques eliminando la vegetación, pero últimamente se han convertido en una de las principales amenazas medioambientales. A lo largo del pasado verano diferentes regiones del mundo han sufrido las consecuencias de fuegos devastadores que podrían acabar estableciéndose como parte de la nueva normalidad climática.

Aunque de forma aislada no se puede asegurar que los incendios son fruto del calentamiento global, los expertos advierten de que a medida que la temperatura terrestre aumente, también se incrementará la frecuencia y virulencia de estos eventos extremos. De hecho, los científicos del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) alertaban en un reciente informe sobre calentamiento global de que las olas de calor y las sequías multiplican las condiciones para la propagación del fuego, convirtiendo los bosques en auténticos polvorines.

El pasado verano fue un buen ejemplo del vínculo que existe entre el cambio climático y la proliferación del fuego. Una histórica ola de calor que asoló Grecia a finales de julio hizo que se quemaran más de 60.000 hectáreas con focos activos durante dos semanas. Casi al mismo tiempo, 12 jornadas de fuegos arrasaron en Turquía cerca de 120.000 hectáreas. En el sur de Italia contabilizaron a mediados de agosto más de 500 incendios, y en España el fuego declarado a principios de agosto en la malagueña Sierra Bermeja calcinó casi 10.000 hectáreas.

Más allá del Mediterráneo, numerosos incendios forestales de gran tamaño azotaron las regiones occidentales de Norteamérica durante julio y agosto afectando a varias provincias de Canadá y California, que cierra uno de los peores veranos de su historia al haber registrado el segundo fuego más grande del Estado. Dixie Fire quemó más de 388.000 hectáreas de tierras principalmente boscosas y destruyó más de 1.200 edificios en su camino.

Fuegos de sexta generación

Los fenómenos citados comparten una particularidad: se propagan a tal velocidad que las labores de extinción son extremadamente difíciles y en algunos momentos se vuelven imposibles. Se trata de los incendios de sexta generación, llamados así para diferenciar los tipos de fuego y mostrar cómo han evolucionado desde la primera generación -fechada en los años 50 coincidiendo con el aumento del éxodo rural-, a los megaincendios casi imposibles de apagar de la sexta.

Estos últimos son tan tan virulentos que se desatan en zonas que históricamente no solían arder, como Siberia, Escandinavia o Groenlandia, y tienen la capacidad de modificar incluso la meteorología de la zona donde se encuentra en llamas. Y es que liberan una energía tan fuerte que acaba produciendo pirocúmulos, unas nubes con forma de seta que facilitan la circulación del aire haciendo que el fuego se retroalimente constantemente.

Más allá del desastre medioambiental que producen, las llamas avivadas por la crisis climática contribuyen a agravarla, ya que emiten enormes cantidades de gases de efecto invernadero, especialmente dióxido de carbono (CO2). Según el Servicio de Vigilancia Atmosférica de Copernicus (CAMS), agosto fue un mes récord en materia de incendios, al emitirse a la atmósfera unas 1.384,6 megatoneladas estimadas de CO2 a escala mundial.