El errático camino de la Unión Europea hacia el ‘derecho a reparar antes de tirar’

Sólo tenemos una Tierra, pero en 2050 el consumo mundial será el equivalente al de tres planetas”. Así comienza el Nuevo Plan de Acción para la Economía Circular del año 2020 y la verdad es que tal predicción es para inquietarse, ya no sólo porque 2050 esté, si se me permite la expresión, a la vuelta de la esquina, sino porque con una ojeada rápida a nuestro alrededor nos daremos cuenta de que hay mucho de cierto en ella. Lo dijo el célebre filósofo de la “modernidad líquida”, Zygmunt Bauman, y lo dice también mi abuela (haciendo suyo el refrán “El mejor maestro, el tiempo, la mejor ciencia, la experiencia”): nos encontramos en medio de una crisis de valores. Hoy parece que sólo se quiere lo fugaz, lo volátil y lo efímero; el aquí y ahora, y mañana, otra cosa distinta. Completamente inmersos en una vorágine de sobreconsumo de la que no parece haber una salida inmediata.

Lo duradero ha perdido valor porque, precisamente, lo consideramos obsoleto, pero obsoleto “en nuestras mentes” como diría Vance Packard, al distinguir allá por 1960 la llamada “obsolescencia psicológica” -un fenómeno tristemente en auge-. Muchos años han pasado ya desde aquella obra suya premonitoria (The waste makers) y la deliberada introducción de la obsolescencia programada a comienzos del siglo XX para superar la Gran Depresión. Y, sin embargo, no ha sido hasta hace escasos años, en 2015, cuando las Naciones Unidas y la Unión Europea decidieron salir de su profundo estado de aletargamiento y aprobar la Agenda 2030 y el Primer Plan de acción para la Economía Circular.

En ambos documentos se plasma la necesidad de dar un golpe en la mesa y garantizar modalidades de consumo y producción sostenibles. Ahora bien, que tal pretensión se haya plasmado en un documento-declaración de intenciones es ciertamente positivo, pero de nada sirve si ello no se acompaña de medidas reales en todos los sectores implicados. Y es justo en este punto donde observo con tristeza cierta vacilación por parte de las instituciones europeas.

Vayamos al grano. El mismo año en el que se aprobaba el Primer Plan de acción para la economía circular, la Comisión Europea presentaba su Propuesta de revisión de la aún vigente Directiva 1999/44/CE. Entre algunos de sus planteamientos se encontraba la pretensión de armonizar completamente el plazo de garantía de los productos, que se limitaría en todos los Estados miembros a dos años -a pesar de que, en algunos Estados, el plazo previsto ya era superior-. Dicha medida, cuyo objetivo era eminentemente económico, se justificaba por cuanto ofrecería mayor seguridad jurídica a consumidores y empresarios, favoreciendo así el mercado digital europeo. Por fortuna, dicha medida no fue finalmente adoptada, debido principalmente a las críticas vertidas por voces autorizadas y que ponían de manifiesto la inadecuación de la propuesta: ¿cómo se lucharía contra el sobreconsumo y la obsolescencia programada, si con ese escaso plazo de garantía no se incentivaría a los productores para que produjesen bienes más duraderos?

Ante esta tesitura, la versión final de la Directiva de revisión (2019/771) continúa estableciendo un plazo máximo de dos años de garantía, pero permite que los Estados miembros lo amplíen. Teniendo en cuenta que estamos en pleno proceso de transposición, es en este punto donde creo que se debe poner el foco de atención. Si de verdad se quiere promover un consumo sostenible y que los bienes permanezcan más tiempo en circulación, es fundamental abordar de manera inminente esta cuestión, y desde la perspectiva de la sostenibilidad. Porque seamos francos: si las normas establecen plazos de garantía más extensos, los productores producirán bienes más duraderos. Así lo dice la doctrina y, por supuesto, el sentido común. Siendo varias las opciones que tienen los Estados miembros a este respecto, tal vez la más simple y efectiva sea la de extender los plazos de garantía y hacerlo de forma considerable -al menos para bienes duraderos como electrodomésticos, vehículos o aparatos electrónicos-.

Existen también otras medidas que cabría considerar de cara al futuro más inmediato, como la de establecer estándares claros para el proceso de reacondicionamiento de bienes usados y prever idénticos plazos de garantía que para los bienes nuevos, o dar preferencia, en todo caso, al remedio de la reparación frente a la sustitución, siempre que sea posible.

Cualquiera de las dos medidas expuestas parece eficaz para conseguir que los bienes estén en circulación por más tiempo del que lo están. Aunque claro está, alguna de estas opciones, como la última, sólo la podrá contemplar el legislador europeo. Hoy por hoy, los Estados miembros no pueden establecer tal jerarquía entre los remedios posibles debido a la limitación impuesta por el principio de armonización máxima de la nueva normativa.

Otra cuestión altamente importante sería la de informar más y mejor a los consumidores. Cuestión que, dicho sea de paso, representa una demanda real por parte de los consumidores -o así lo dicen diversos estudios europeos-. Destaca, en este aspecto, la Ley francesa n.º 2020-105 relative à la lutte contre le gaspillage et à l’économie circulaire, donde se prevé la progresiva incorporación de ciertas obligaciones legales de información, relativas a conceptos tan en boga como la durabilidad o la reparabilidad de los productos. Esta medida representa, en mi opinión, un claro bastión en la lucha contra la obsolescencia programada.

Intuyo que una vez esté disponible información como la mencionada seremos muchos los que, ante la disyuntiva de comprar uno u otro bien, nos decantemos por comprar el más duradero y/o el más fácilmente reparable. Ya no se trata de una cuestión de sostenibilidad sino, como afirman algunos estudios, de economía doméstica. Y, por ello, recibo con gran satisfacción el reciente anuncio del Ministerio de Consumo, de 15 de marzo del presente año, relativo al desarrollo de un Índice de Reparabilidad que se utilizará para clasificar los productos eléctricos o electrónicos. Todavía queda mucho por hacer, pero parece que ya estamos, por fin, en el camino adecuado.