El derecho a un medioambiente sano, una lanzadera hacia un planeta más sostenible

En ocasiones pienso si realmente somos conscientes del suelo que pisamos, de la tierra que nos alimenta o el aire que respiramos. En definitiva, conscientes del entorno en el que vivimos. Aquel cuyo cuidado hemos dejado a un lado, incluso contribuyendo a su degradación, y cuya relevancia no hemos sido capaces de reconocer hasta hace muy poco. De hecho, no ha sido hasta hace unas semanas que el Consejo de Naciones Unidas, durante el 48 periodo de sesiones, declaró como un derecho humano el medioambiente sin riesgos, limpio, saludable y sostenible.

Un reconocimiento como derecho individual que llevaba demandándose durante años bajo el argumento de que sin unas condiciones ambientales adecuadas la vida resulta inviable, lo que hace que el resto de los derechos humanos carezca de sentido. Esto lo vemos, por ejemplo, en que la contaminación atmosférica provoque más de ocho millones de muertes al año y una cuarta parte de las enfermedades mundiales se generen por riesgos relacionados con el medioambiente, lo que pone en entredicho el derecho a la vida y a la salud.

Estamos entonces ante un gran hito tanto para el planeta como para la sociedad, pues allana el camino para una mayor ambición climática por parte de todos los actores.

Sin embargo, es necesario aclarar que esta condición no implica una obligatoriedad para los países -no estamos hablando de que ahora la contaminación, por ejemplo, sea ilegal-, pero sí ejerce como un catalizador para que los estados desarrollen su propia legislación al respecto. Y esto no son palabras vacías, hay antecedentes que avalan la eficacia impulsora de los derechos fundamentales. Es el caso, entre otros, del reconocimiento del derecho al agua, declarado por primera vez en 2010, que provocó que gobiernos de todo el mundo incluyeran este derecho en sus constituciones y marcos legislativos.

Ante este reconocimiento, desde el Pacto Mundial instamos, con ímpetu renovado, a las empresas a que respeten este derecho, principalmente en áreas industriales donde las comunidades locales pueden verse afectadas por la polución o la mala gestión de residuos, gestionando de forma sostenible el agua, para no poner en peligro su disponibilidad, o reduciendo sus emisiones de gases de efecto invernadero.

Por suerte, ya antes de que el Consejo de Naciones Unidas se pronunciase al respecto, la protección del medioambiente se estaba convirtiendo en una prioridad global. Y, por parte de la comunidad empresarial, el compromiso de la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero no para de crecer. Según nuestra publicación Comunicando el Progreso 2019, éste ha aumentado en el último año del 65% al 75% entre las entidades españolas adheridas al Pacto Mundial y del 69% al 77% entre las empresas del Ibex 35.

Un compromiso que también se ha visto estos últimos días en la COP26, aunque no con la ambición que se esperaba. Por ejemplo, el objetivo de financiación para los países en desarrollo más afectados por la crisis climática queda aplazado hasta la siguiente cumbre. Pero aun así, tenemos algunos elementos para avanzar, como el compromiso de más de 120 países, que representan alrededor del 90% de los bosques del mundo, de detener e invertir la deforestación para 2030; o que casi 500 empresas de servicios financieros mundiales acordaran alinear 130 billones de dólares con los objetivos establecidos en el Acuerdo de París.

En este sentido, me hago eco de las palabras del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, durante la clausura de la cumbre, en la que aseveró que “el camino del progreso no siempre es una línea recta”. Y que, pese a no haber logrado los objetivos planteados, aún estamos a tiempo de ganar la batalla. En este discurso continuaba diciendo que a veces hay desvíos y zanjas, a lo que me gustaría añadir que también hay lanzaderas que nos dan impulso para avanzar a una velocidad mayor. Y creo que el hecho de que el medioambiente se haya declarado un derecho fundamental es una gran lanzadera que hará que los estados y las empresas asuman una responsabilidad mayor para asegurar su respeto y que también nos impulsará hacia una reconstrucción de la economía, más sostenible y resiliente.

Y en este punto veo necesario recordar que asegurar este derecho no implica sólo poder disfrutar del resto de derechos humanos, sino que además lleva consigo numerosas oportunidades económicas. En concreto, cumplir con el Acuerdo de París puede crear 218 millones de nuevos empleos en el mundo hasta 2030.

También a nivel regional, la Unión Europea calcula que se podrían crear hasta 900.000 puestos de trabajo en el ámbito de las energías renovables y ahorrar unos 300.000 millones de euros al año si reduce la dependencia de los combustibles fósiles.

En el plano contrario nos encontramos los costes de la inacción. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los costes sanitarios asociados al cambio climático alcanzarán entre 2.000 y 4.000 millones de dólares en 2030. Y no son los únicos: se estiman también pérdidas de productividad, interrupciones en la cadena de suministro y un largo etcétera de consecuencias tanto económicas como sociales.

Es el momento de que debemos dejar de dar la espalda a nuestro entorno, de hacer las paces con el planeta. Estas paces registran un hito al reconocer el derecho a un medioambiente sano, pero deben consagrarse con acciones. Desde aquí llamo a todos los actores a involucrarse en su cumplimiento, pues nuevamente debemos recordar que todos nuestros derechos dependen de ello. El mandato está claro: debemos salvar el planeta para salvar nuestro futuro y hemos de hacerlo ahora.