El regadío, motor de empleo contra la contaminación

La Comisión Europea ha redoblado su apuesta para alcanzar una reducción del 55% de emisiones de gases de efecto invernadero en la Unión Europea (UE) para 2030, frente al 40% fijado en la actualidad. Un anuncio que, en la práctica, supone una llamada de las autoridades comunitarias a los países miembros para reforzar la lucha contra el cambio climático.

Y en esta guerra sin cuartel, existe un aliado que cubre las tres cuartas partes de la superficie terrestre: el agua, que al usarse para regar nuestros campos y cultivos provoca importantes efectos en términos económicos, sociales y medioambientales.

Sin embargo, paradójicamente, la Administración parece amparar posiciones beligerantes y contrarias a los regadíos, que constituyen auténticos sumideros de dióxido de carbono. Son las posiciones de nuevas corrientes ecologistas que rayan el extremismo y menosprecian la importancia de disponer de agua garantizada en las correspondientes cuencas hidrográficas para asegurar el abastecimiento y la alimentación.

Estas posiciones obvian que cualquier acción que emprenda España resultaría prácticamente irrelevante a escala global si los principales emisores del mundo -como Estados Unidos, China, Rusia o India- no se alistan al ejército que guerrea contra el dióxido de carbono. Y es que de nuestro país apenas procede el 0,7% de las emisiones de CO2 totales, gases que a su vez representan un escaso 15% de los de efecto invernadero, según destacó Luis del Rivero, expresidente de Sacyr, en su reciente comparecencia en el Congreso sobre el Proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética.

Así pues, si todos los caminos llevaban a Roma durante el Imperio, ahora muchos de ellos confluyen en el agua. Y más concretamente en el regadío. Porque en este escenario, en el que las energías renovables adquieren un papel protagonista para reducir las emisiones, existe un problema de acumulación durante las fases de mayor producción que consumo. Y la única tecnología capaz de acumular energía potencial en cantidades suficientes la proporcionan las centrales reversibles hidráulicas.

Sea como fuese, los gobiernos europeos, y en especial el español, deberían saber que los cultivos de regadío contribuyen sobremanera en la encomiable tarea de reducir el efecto invernadero. De hecho, si los agricultores dejaran de cultivar los frutales, olivos, naranjos, viñas, etc., y no cuidaran y protegieran los bosques y pastos de su propiedad, tales sumideros desaparecerían, lo que en última instancia terminaría agravando los problemas medioambientales.

En Europa, la biomasa absorbe entre el 7 y el 12% de las emisiones, según los diferentes cultivos. A modo de ejemplo, los cereales de invierno son un sumidero que puede representar, en nuestra agricultura, un almacenamiento neto de unos 20 millones de toneladas de CO2 todos los años.

Pero no sólo absorbe CO2 sino que el regadío aporta oxígeno a la atmósfera por la fotosíntesis de la cubierta vegetal y ayuda a reducir la erosión y la desertización, que podrían agravarse como consecuencia del cambio climático.

Por otra parte, además de su efecto descontaminante, el regadío ayuda a fijar la población en las zonas rurales, una competencia que como su propio apellido indica, ostenta el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, eje vertebrador de toda política encaminada a luchar contra la contaminación.

Pues bien, los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) revelan que 13 de las 15 provincias que más habitantes han perdido durante los diez últimos años son aquellas que menos superficie regada tienen. En esta línea y respecto a la necesaria creación de puestos de trabajo para evitar el vaciado de la España rural, del Rivero apuntaba que en la región de Murcia, como consecuencia del trasvase Tajo-Segura, se han creado 180.000 empleos, a razón de tres puestos de trabajo por hectárea.

El expresidente de Sacyr aducía la posibilidad de crear 5 millones de puestos de trabajo en la España despoblada. De acuerdo con nuestras estimaciones, y teniendo en cuenta que la regulación hídrica podría aumentarse en 16.000 hectómetros cúbicos, la creación de empleo podría escalar hasta los 8 millones de puestos de trabajo.

Y motivo tan loable, al margen de librar la batalla contra las emisiones contaminantes y el cambio climático, bien merecería la urgente puesta en marcha de un Plan Nacional de Infraestructuras Hídricas.

Gracias a este Plan, siempre de manera sostenible, habría que dar continuidad a la construcción y mantenimiento de obras como presas, embalses o trasvases, con las que, además, se prevendrían los efectos negativos de las lluvias torrenciales y se convertirían en recursos para las cuencas deficitarias. Unas consecuencias, las inundaciones y sequías, que se agravarán por culpa del cambio climático, a tenor de los últimos estudios publicados al respecto.

Algunas de estas obras ya están contempladas en los Planes Hidrológicos, que más bien tendrían que llamarse ideológicos, a la espera de su ejecución. ¿Por qué no ahora, cuando España recibirá 140.000 millones de euros para su reconstrucción social y económica? A la vista de los resultados, estas actuaciones recibirían el beneplácito de las autoridades comunitarias. Pero la contaminación política del agua parece dar pábulo al cortoplacismo y el oportunismo que denotan ciertas medidas gubernamentales que, a la postre, no hacen sino banalizar la lucha contra el cambio climático.